domingo, 28 de diciembre de 2008

DE DONDE NO SE VUELVE


Hubo un tiempo del riesgo y del conocimiento; o un tiempo del conocimiento y de la experiencia; o un tiempo de la experiencia y del abismo; del abismo, sí, posiblemente del abismo. Hubo un tiempo en que los hombres se enfrentaron a los dioses convencidos de que su empuje vital era invencible, de que eran poderosos, y de que estaban a salvo, al abrigo de la intemperie, como leones de piedra, duros y orgullosos, como gallos de pelea, y de que nada malo podía sucederles. A ese tiempo, algunos, por precaución, no regresan nunca; o no tienen fuerzas o no lo consideran oportuno. Otros, regresan en un ejercicio de memoria, hacen las cuentas, y juntan al azar lazos y cuerdas, crisálidas de sal y sucias vendas, licores de metal y flores secas; para escapar de allí a manotazos cuando el recuerdo se les hace insoportable, cuando la soga aprieta; para olvidar aquello en lo posible, y regresar a casa, a la costumbre, y desandar el camino recorrido, o lo que queda, como quien miente y se libera y luego escupe. Otros, en cambio, como Alberto, creen que, de ese lugar sin nombre, de ese lugar del riesgo, de la experiencia y del desastre, nunca se vuelve. Que ese lugar terrible, salvaje, que ese lugar de donde no se vuelve, es el lugar donde se habita. Y desde ese lugar, Alberto, nos relata el cuento de una herida desgarradora y abierta, de una herida física y simbólica, donde figuras y rostros y paisajes se hunden en el fondo misterioso de la imagen, de la fotografía, y se nos muestran callados como testimonio irrefutable de una historia, como prueba incuestionable del delito, en un aliento tan denso, tan crudo, y tan absurdo, que sentimos que miramos y nos miran, en una novela del tiempo donde el fotógrafo, Alberto, perseguidor de imágenes, nos cuenta la historia de su entorno, del instante, y los personajes del cuento se muestran imperturbables y quietos. “Una forma de ver –nos dice Alberto- es una forma de ser”. “Todos tenemos heridas, cerrarlas es cosa nuestra. Lo que sí creo es que gracias a mis fotos, me he liberado de ir al psiquiatra”. “Las fotos –concluye Alberto- son los ojos del narrador de un cuento”. Aunque, como todos ya sabemos, a los dioses del averno estas cosas del mundo les resbalan. Pero los dioses de entonces (de los que nos habla el cuento), aquellos héroes o locos que construyeron un mundo como aspirantes a dioses, y lo habitaron, eran divinidades sutiles cubiertas de asfalto y de diamante, fugaces dioses humanos hechos de sangre y de carne. Y por ahí se les iba la vida, o les llegaba en oleadas nerviosas de velocidad y humo, les inundaba los cuerpos, o en agujas hipodérmicas manchadas que inoculaban en sus ojos el virus del sueño de la avispa. Y Alberto vivió como ellos, entre ellos, como uno más, y tomó fotografías. Y Alberto ahora nos lo cuenta. Un personaje más entre otros personajes, en un viaje interior, introspectivo. Y tenemos que mirar para entenderlo. Y tenemos que pararnos en el centro para intentar comprender por qué nos miran y, sobre todo, a quién estamos mirando. ¿Quién mira a quién –nos preguntamos-; quién es quien mira, y cómo, y dónde se acaba la mirada? Y tenemos que parar para entender la mirada asesina de la ausencia. Y la crónica anunciada de una muerte entre luces, y destellos, y apariencias. “La magia de la vida –añade Alberto García-Alix- es el encuentro”. Y en el largo y sombrío poema que escuchamos, en ese montaje visual o película donde la voz de Alberto retumba metálica, en esa sala oscura de la que huiríamos, quizás, si hubiese una salida, el encuentro es el encuentro decisivo, el encuentro es el recuento y la memoria: “Bailar con dragones de color dorado”. “Morfina... Pentazocina. Palfium. Dolantina. Pentapón. Sosegón... Ampollas de Clorhidrato mórfico... Heroína... El limbo que antecede al infierno”. “Éramos jóvenes. Ingenuos. Irreverentes. Inquietos. Agitadores... Creativos... ¡Larga vida al Rock ‘n’ Roll!”. Y esa sentencia desnuda que bendice la confesión y que nos deja desnudos en la sala tenebrosa, aterradora y oscura: “El primero en morir fue mi hermano Willy y la primera en nacer fue su hija Nuria. Una lección magistral de vida”. No se puede, así, escapar del cuento, y de la magnífica y deslumbrante obra de Alberto García-Alix, porque en este trayecto de ida y vuelta algo se hace nuestro, y nos inquieta, algo nos hace suyo, y nos posee. “De donde no se vuelve” es la confirmación de que algo, allí, siempre te espera. De donde no se vuelve es la experiencia del Arte, con mayúsculas, que exige la comprensión, el viaje, la soledad y el silencio. Arte de la verdad y verdad del Arte. Vida de la verdad y verdad de la vida.

lunes, 15 de diciembre de 2008

RAYUELA, HOY

¿Cómo se vuelve a un libro, a un libro importante, después de tantos años? ¿Qué hace que uno vuelva, justo ahora, en este preciso momento? ¿Qué sucede cuando todo, el mundo, y el lector, y el libro, han cambiado? Rayuela, hoy. Tenía que llegar tarde o temprano. Tenía que llegar porque este libro ya me estaba esperando, como sólo esperan los libros; y era sólo cuestión de tiempo. Vuelvo a saltar ahora, de casilla en casilla, y empujo la piedrecita, impaciente, desde la tierra al cielo. ¿Cuántos ejemplares tengo de este libro, dispersos como cometas, en el exilio de mis libros? Cuando leí Rayuela, a finales de la década de los 70’, yo tenía los bolsillos casi vacíos; pero hoy los tengo llenos, llenos de piedras. Y estas piedras son como marcas o etiquetas, como lápices de cera que dibujan concordancias, uniones, adherencias, y que me hacen girar la cabeza hacia esa obsesión que me llama, insistente, cercana; que me llama y que reclama mi presencia. El profesor mexicano Pedro Gurrola me presta su caja de herramientas: Wittgenstein en Cortázar y Elizondo, Cuadernos Hispanoamericanos. Y gracias a él, y a su trabajo, enlazo dos planetas que se encuentran. Escribe Gurrola: “En el caso de Cortázar el interés por Wittgenstein se hace explicito en Rayuela (1963), en donde se le menciona en dos ocasiones, una en el capítulo 28 y otra en el 99. En ambos casos el nombre de Wittgenstein surge en el contexto de discusiones que giran alrededor de las relaciones entre lenguaje y realidad. En algunos momentos de estas discusiones podemos percibir claramente ecos del Tractatus. Por ejemplo, en el capítulo 28 se habla del fracaso de toda tentativa de explicación metafísica, pues ‘para definir y entender habría que estar fuera de lo definido y lo entendible’, lo que nos recuerda una de las afirmaciones centrales del Tractatus: la filosofía no puede ir más allá de los límites del lenguaje y éste no puede hablar del sentido del mundo, pues el sentido del mundo tiene que residir fuera del mundo (Tractatus, 6.41). En ese mismo capítulo se aborda la cuestión del solipsismo y de la imposibilidad de acceder a la realidad del otro. Oliveira niega que podamos asegurar la existencia de una realidad única, válida para todos, pues cada individuo es un ser esencialmente incomunicado con los demás. Un aislamiento que sólo podría romperse si pudiésemos percibir la realidad desde el otro: ‘si al mismo tiempo pudieses asistir a esa realidad desde mí o desde Babs, si te fuera dada una ubicuidad, entendés, y pudieras estar ahora mismo en esta misma pieza donde estoy yo y con todo lo que soy y lo que he sido yo y con todo lo que es y ha sido Babs, comprenderías tal vez que tu egocentrismo barato no te da ninguna realidad válida’. Aunque la discusión no está inspirada exclusivamente en ideas de Wittgenstein, la insistencia en que dicha incomunicación se debe a una insuficiencia del lenguaje, del que ‘hay que desconfiar, si uno es serio’, parece corresponder a una lectura negativa de la proposición 5.6 del Tractatus: Que el mundo es mi mundo se muestra en que los límites del lenguaje (del lenguaje que sólo yo entiendo) significan los límites de mi mundo’”. Como era lógico, yo busco enlaces ciertos; ahora es ésta mi tarea. “Pagés Larraya –concluye Pedro Gurrola- lo resume en la afirmación de que ‘para entender a los axolotl, no hay otra alternativa que ser axolotl’”. Y Wittgenstein, por si quedaban dudas: “si un león pudiera hablar, no lo podríamos entender”. Ahora aún me sorprendo al recordar que Cortázar comenzó a redactar Rayuela, sin un plan preciso, precisamente en el capítulo 41, justo a la mitad del libro, en el capítulo dedicado a los “tablones”. Y yo comienzo la lectura de Rayuela por este mismo capítulo, y me imagino enderezando clavos, como Horacio Oliveira, sin saber a ciencia cierta si hace calor o hace frío. Me imagino alcanzando mi viejo tablón de cedro, de una ventana a otra, de este lado al otro lado; y sueño que, en la ventana de enfrente, un axolotl me espera, con su tablón de pino, y que aún podemos juntarlos; y que hablamos el mismo idioma, y que me lanza los clavos, los signos, la yerba; y que se muestra desnudo sobre el viento transparente del abismo. Un axolotl dorado, de letras rubias, y un axolotl perplejo, curioso, renacido. Y vuelvo a leer Rayuela como puente o como juego; y empujo la piedrecita, inquieto, de casilla en casilla, de un lado al otro lado, desde la tierra al cielo.

domingo, 7 de diciembre de 2008

EN EL CAMINO


Nada es eterno. Todo tiene una duración determinada. Expreso un deseo, en un instante, en el andén del metro, y éste estalla, al momento, hecho pedazos. “Debemos buscar un equilibrio –le digo-, descansar de todo. Si no, corremos el peligro de volvernos locos”. Pero no recorro ni tan siquiera un par de estaciones, un par de etapas, y volvemos como al principio. Y encontramos que no se está tan mal, después de todo; y no queremos descansar, nada de nada; y vuelve este juego misterioso, e intercambiamos dardos, flechas, y nos volvemos locos. Más tarde, me regala una caja envuelta en papel de regalo; dentro de la caja, unas palabras, y una fotografía de Springsteen. ¡Quién sabe! Quizás Springsteen sabe qué diablos nos traemos entre manos. En Blinded by the light, Bruce Springsteen confiesa: “Fue cegado por la luz. Se soltó como un diablo, otro corredor en la noche. Cegado por la luz. Mamá siempre me dijo que no mirara al sol. ¡Oh, mama, pero ahí es donde te lo pasas bien! ¡Oh, sí, cegado!”. Expresar un deseo al instante y que éste estalle, de pronto, hecho pedazos. La realidad es un mucho más compleja de lo que yo me temía. Las cosas son más complicadas de lo que podemos conjeturar, o imaginar, mientras seguimos en el camino. En el camino, no puedes aventurar qué será de la lluvia que mojará con fuerza tu cazadora de cuero; qué será de la chica que te dejará desnudo cuando cruces la autopista; qué sendero deberás tomar, para no extraviarte, en el cruce de caminos. Porque nada es eterno. Porque todo tiene una duración determinada. Y no puedes quedarte quieto, o dormirte, o echarte a un lado. Quizás en el equilibrio encontrarías el descanso y hallarías la respuesta. Quizás en la locura te quedes ciego, pero dicen que es divertido.

jueves, 4 de diciembre de 2008

LA PALABRA ERRANTE

Imagina que alguien te dice “te necesito” y que tú no tienes a tu alcance los medios necesarios para administrar este argumento. Imagina que te alcanza una sensación de impotencia, de fracaso, de miedo, y que la búsqueda de la felicidad, entonces, se te antoja una entelequia, un sueño. Tú deberías contestar en el acto, con calma, porque el caso lo requiere, pero no encuentras las palabras. ¡Palabras! A la novela de tu vida parece que se ha asomado Cormac McCarthy, que él está escribiendo ahora tu historia; y las reflexiones filosóficas brotan sobre el lecho humeante del desierto; los jinetes echan pie a tierra y pasan en silencio entre los cadáveres de los argonautas; peregrinos anónimos entre las piedras con sus terribles heridas; las vísceras saliéndoles de los costados y sus torsos desnudos erizados de flechas. No, no es éste país para viejos, ni filósofos, ni poetas. Un criterio es una norma, un juicio o un discernimiento para conocer la verdad. El escepticismo es la desconfianza o la duda de la verdad o eficacia de algo, la convicción de que la verdad no existe o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla. Si toda escritura es autobiográfica (y esta lo es, sin duda), la palabra es errante. Podemos jugar a un juego con Wittgenstein: “Imagina que en un relato sustituimos cada décima palabra por la palabra ‘mesa’. Y ahora imagina que en algún lenguaje una palabra tuviera el uso que la palabra ‘mesa’ tiene en esta historia. ¿Cómo podríamos describir el uso de semejante palabra errante? ¿O qué significaría ‘Enseñar a alguien el uso de esta palabra’?”. Sólo quien conoce la importancia que tiene para mí el concepto de juego puede entender estas cosas. Se juega, siempre, en la extrema complejidad de la vida humana. Si a la amenaza del escepticismo se le suma la constatación de la contradicción, el asunto se complica. “La vida misma existe –escribe Eugenio Trías- y es en virtud de la contradicción. Allí donde hay contradicción hay fuerza vital. La contradicción es el signo mismo de lo viviente, de lo que está plenamente vivo. Y se halla en este sentido en las antípodas de la identidad”. “Yo, otro”, como escribe Imre Kertész, en Viena, buscando a Wittgenstein, que ya no está en Viena, en esa crónica del cambio que se pregunta si el yo es algo inamovible, o si está sujeto al cambio. Que se pregunta si no es, más bien, un fluir constante. Que reflexiona acerca de las transformaciones que afectan a las fibras más profundas del individuo. Que nos muestra un yo anterior, perdido, y que intenta comprender los cambios que éste ha padecido tras sus vivencias y sufrimientos. “Una dedicación excesiva al pensamiento –escribe Kertész- nos vuelve o infelices o místicos. Decir que el mundo no puede entenderse por el mero hecho de ser incomprensible es diletantismo. No entendemos el mundo porque no es esa nuestra tarea en la tierra”. Pero, entonces, ¿cuál es nuestra tarea en la tierra? Imagina que alguien te dice “te necesito” y que tú no contestas. ¿Cómo podrías volver a mirar tu rostro en el espejo? ¿Cuánto tiempo aguantarías en tu cuerpo y cómo vivirías con esa sensación de extrañeza? ¿Como un autómata? Y sí, los dos polos irreconciliables: una instancia prescriptiva (y vuelvo de nuevo a Trías) que no puede relativizarse (y aquí nos encontraremos con los criterios y con la amenaza del escepticismo) y un marco objetivo fluctuante, contingente, azaroso. Y es ahí donde se desarrolla la acción, la praxis. Pero tú aún no has encontrado la palabra exacta (y la escribes ahora: “te quiero”; aunque sea insuficiente) y ya no te sirven ni Kant, ni Aristóteles; ni la Ética a Nicómaco, ni la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. Sólo hay oscuridad de la luna invisible, como escribe McCarthy. Y las noches, ahora, sólo son menos negras. De día, el sol proscrito circunda la tierra cual madre afligida con una lámpara. Y yo me refugio del frío, de la nieve, encerrado en el cuarto de las muñecas. Tengo una rubia, especial, entrañable, con la que converso a oscuras; ella me lo enseña todo y me mantiene con vida. Si toda escritura es autobiográfica (y esta lo es, sin duda), la palabra es errante. Lo que cae bajo la mirada de un hombre debe ser rescatado de la nada. Su locura es su cordura, y a la inversa. Si le dejan, y aún tiene fuerzas, se pasará jugando la vida entera. “Me encuentro con gente –concluye Wittgenstein- que usa en su lenguaje una palabra errante”. Se juega, siempre, en la extrema complejidad de la vida humana. Pero, entonces, ¿cuál es nuestra tarea en la tierra? ¡Ay, Píndaro, viejo amigo! ¡Qué fabulosa tontería! ¡Llegar a ser lo que eres! Cuando se trata precisamente de todo lo contrario: de llegar a ser lo que nunca has sido; de llegar a ser lo que no eres.

lunes, 1 de diciembre de 2008

VOLADURAS

De una cosa sí que estoy seguro: sé muy bien de quién hablo, en qué pienso, y en quién estoy pensando; sé muy bien lo que busco, lo que anhelo, aunque sea cuestión de tiempo. Con las primeras nieves de otoño la mente se va despejando. Los copos, como agujas afiladas, como alfileres finos, se clavan a la entrada del cerebro y me abren, dulcemente, las puertas inquietantes del misterio. De pronto, Elisewin me pregunta: “¿Y cuál es tu poeta favorito?”. Y yo le contesto: “´Wittgenstein, Ludwig Wittgenstein”. “Pero Wittgenstein –me corrige Elisewin- no es un poeta”. “Ni yo tampoco, Elisewin –le respondo-, ni yo tampoco”. Entonces, Elisewin me observa con asombro mientras mi pelo encanece, lentamente; de nieve, de ausencia, de extrañeza; y los hombres patinan sobre el hielo. Hay una gota de daño sobre el tejado de un templo. Hay una sombra de duda entre las voces calladas del tiempo. Pero el poeta elegido, mientras tanto, ese poeta adoptado como poeta entre poetas, muestra a Elisewin el fondo, la senda, y el mundo en que reposan mis certezas. En el parágrafo 4, del primer volumen, de los Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología, Wittgenstein escribe: “Como ejemplo de la forma proposicional ‘si p, entonces q’, considera: ‘si viene, se lo diré’. Si no viene, ¿he cumplido mi promesa? ¿La he roto? Pero ¿se puede decir que esa proposición afirma una ‘conexión’? ¿Respondería a esto ‘no debe ser así’? No es como si la proposición hubiera sido: ‘Si estos dos se encuentran habrá lío’. Ésta podría ser una posible respuesta”. Con las primeras nieves de otoño la mente se va despejando. Alguien me pide paciencia desde un balcón que se asoma al borde del océano. Y yo le muestro a Elisewin el rostro enigmático de un niño. Y la nieve va cubriendo la autopista. Y en el cielo todo es blanco, y es azul, y es sueño.

jueves, 27 de noviembre de 2008

LECTURAS CRUZADAS

Sé que tengo que dar razones y que explicar las causas. Sé que ella me repite, en ocasiones, que somos personas adultas. Pero yo no lo tengo tan claro; al menos en mi caso. Sé que las cosas suceden y que intentar explicarlas conduce irremediablemente al fracaso. Lo sé por propia experiencia; no es la primera vez que lo intento y, mucho me temo, tampoco será la última. Llevo años sin comprender la vida, mi vida, y tengo serias dificultades para aprehender el secreto. Podría buscar un ejemplo entre mis apuntes de trabajo, algo que hiciera sentirme seguro; pero sólo sería un ejemplo. Wittgenstein y Bouveresse argumentan que el método freudiano confunde el crear significados con la búsqueda de las causas. El método de asociación libre puede crear nuevos significados, pero no sirve para explicar las relaciones causales. Wittgenstein puso el ejemplo de aventar objetos sobre una mesa; si empezamos a asociar libremente acerca de estos objetos, encontraremos un significado para cada objeto y sus lugares, pero no la causa de que estén en ese lugar. Una causa se encuentra experimentalmente. “Una causa –concluye Wittgenstein- se encuentra experimentalmente”. Lo que equivale a pensar que cualquier explicación es válida, o que el orden de los factores no altera el producto, el asunto, y que nunca nos conocemos satisfactoriamente. Aunque también pudiera ser que yo estuviera haciendo trampas. El poeta –escribió Fernando Pessoa- es un fingidor (aunque yo nunca miento); y yo necesito ahora, urgentemente, un calmante que me permita aliviar una impostura. Pero ya ni siquiera funcionan los calmantes, las drogas, las conjuras. Ella me aconseja que, si quiero saber cómo es, si quiero entenderla de veras, observe al jardinero y que lea a Alessandro Baricco. Mi jardinero es un tipo con cara de psicópata que ataca con saña el aligustre con una sierra mecánica que apesta a gasolina. En verano nos obliga a cerrar las ventanas y en invierno desaparece. El jardín se hiela desesperadamente y pájaros negros arañan la tierra buscando gusanos de arena. Pero el jardinero ha desaparecido como si fuese un fantasma. El jardín languidece como un libro sin palabras. Y, cuando llega la noche, la luna alumbra sombras que parecen surgidas de la nada. No hay nada en mi jardín que pueda enseñarme nada. Nada de nada. Así que lo intento con Baricco. Después de leer a Sam Shepard (que es lo que estaba leyendo cuando empiezo con Baricco: “Wipe Out”, de Luna Halcón: la historia de un guitarrista que se pasa tres días y tres noches seguidos tocando el mismo tema, hasta que tiene un orgasmo, masturbándose sobre su Les Paul Gibson, mientras sufre una descarga de electricidad procedente del ampli, y el pelo se le pone blanco y de punta) tengo la sensación de haber pasado de los 151 grados de un Navy Rum (como para matar a un caballo) a la suave levedad del agua tibia. La prosa de Baricco me trae el aroma salado del océano, Océano mar, pero no me calma; no estoy para tanta belleza; yo lo que necesito es el vigor majestuoso de un monstruo. Y, pasadas las primeras líneas, después de conocer a ese pintor que busca pintar el mar con agua de mar y que moja sus pinceles en el carmín rojo de los labios de una desconocida; después de conocer a Elisewin, enferma de una enfermedad que es algo menos, que si tiene un nombre debe ser ligerísimo, lo dices y ya ha desaparecido; después de conocer al Profesor Bartleboom, encallo cansado en los arrecifes. Aun así llego hasta mi habitación de la posada Almayer, aunque he de reconocer que no me siento a gusto del todo. Y sí, el mar, la playa. Y tiene razón Baricco: podría ser la perfección, un mundo que acaece y basta. Pero una vez más –escribe Baricco- es la redentora semilla del hombre la que ataca el mecanismo de ese paraíso. No sé cuánto tiempo permaneceré en la posada Almayer: quizás días, quizás horas. Pero sé que podría romper algo, estropearlo todo, y me aterra amenazar esa armonía. Además (y vuelvo de nuevo al libro de Shepard), Guadalupe ha tenido un accidente en la tierra prometida y la cosa parece grave. Una mancha de aceite, un patinazo, y hasta caer en la zanja. Al parecer, al levantarse, ha contemplado la luna, ha sumergido tres veces la cabeza en un charco de fango y ha pronunciado en perfecto castellano: “Todo el mundo”. Y todo el mundo se ha dado cita en su pesadilla: “El y Manolete volvieron a encontrarse después del accidente y Manolete le dijo que no bastaba con ser un hombre. Había que aspirar a la santidad. Le dijo que él casi lo había logrado. Un santo del capote. Jackson Pollock se reunió luego con ellos y opinó que Manolete decía gilipolleces. Que bastaba con ser un hombre. Eso era más difícil que la santidad. Además, ya hay santos de sobra. Guadalupe no sabía qué pensar. Corrió a consultar a Jimmy Dean y Jimmy se limitó a poner una expresión indecisa. Marilyn Monroe no tenía ninguna opinión al respecto. Brecht no hacía más que hablar de Alemania y la deshonra. Satchmo siguió secándose el sudor y balanceándose de un lado para otro. Janis quería más. Crazy Horse decía: ‘Pelea y muere joven’. Brian Jones tocó el arpa y no dijo nada. Dylan Thomas repitió: ‘Rebélate’. Jimi Hendrix dijo: ‘Lárgate’. Bip Bopper dijo: ‘¿Cómo?’. Johnny Ace dijo: ‘Dispara’. Y Davey Moore dijo: ‘Arrambla con todo’. Esto sí pudo entenderlo Guadalupe. Y después se tendió para descansar un buen rato”.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

BAJO EL VOLCÁN

Uno debería, en medio de su vaivén personal, proteger a la gente que ama. Uno debería entender que pertenece a un grupo de riesgo, a una comunidad extraña, y que no debería exponer su amenaza a amigos, o amantes, que deberían quedar al margen. Uno se da cuenta de ello siempre tarde, a destiempo, a contratiempo; y entonces entiende que su destino es reclusión o aislamiento; que alguien lo aparte con cuidado del curso natural de los sucesos; que nadie lo permita asomarse a la orilla de un balcón iluminado, perfecto, con luces de colores, sencillo, elegante, generoso, porque quizás no está preparado para ello; porque quizás (cuestiones de la vida) aún no lo merece. Siempre que me asomaba a la tapia del cementerio de La Recoleta, en Buenos Aires, me hacía la misma pregunta: ¿por qué no puedo estar aquí, tranquilo, disfrutando, y allí tampoco, en mi agujero, en Madrid, a más de 10.000 kilómetros de distancia? ¿Por qué no puedo vivir entre el hielo, cortante, caminando aunque tropiece y me levante, o en la tierra cotidiana de los hombres? Quizás la diosa punk del psicoanálisis tenía respuestas para ello; pero yo no estaba allí para entenderlo. Es como perder el tesoro que uno ansiaba, ilusionadamente, en apenas unos segundos; es como despertar del sueño y comprender que, en ocasiones, has actuado irresponsablemente. En busca de la ruta del descenso uno es siempre expulsado del paraíso. Necesitaría palabras para poder expresarlo, pero aún está aprendiéndolas (“Un alegato en pro de las excusas”, J. L. Austin). Y cuando debe justificar sus actos, el ángulo quebrado entre dos cuerpos que han escrito la historia más hermosa de todas las historias más hermosas, acude a la literatura (Bajo el volcán, Malcolm Lowry), y acepta el insulto humildemente (“fouk you”, señala ella, y a mí me duele el alma), o acepta el castigo con tormento; y dibuja el cuadro elemental que apenas sirve, pero que muestra al viejo explorador bajo el volcán, hundido en brasas; al hombre que persigue, confuso, y que no encuentra; al pariente lejano de Geoffrey Firmin que ha olvidado que las cosas, a veces, poseen un sentido; que ha olvidado que ella (tan sólo ella, tan sólo ella), tan linda, no merecía ese trato; que ha olvidado que la tierra, entre sollozos, es puta tierra. “De golpe las vio, las botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, los vasos, una babel de vasos —hacia arriba, como ese día el humo del tren— subidos hasta el cielo y cayendo luego, los vasos quebrados, los vasos volcados cuesta abajo por los jardines del Generalife, las botellas rotas, botellas de oporto, tinto, blanco, botellas de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas destrozadas, botellas descartadas que caen sordamente en parques, debajo de bancos, de camas, de sillas de teatro, escondidas en los escritorios de los consulados, botellas de calvados soltadas y quebradas, o vueltas trizas, arrojadas en los basureros, lanzadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, al Caribe, botellas flotando en el océano, escoceses muertos en las colinas del Atlántico —y ahora las veía todas, las olía todas, desde el comienzo mismo—, botellas, botellas, botellas y vasos, vasos, vasos, de bitter, Dubonnet, Falstaff, rye, Johnny Walker, Vieux Whiskey Blanc Canadien, los aperitivos, los digestivos, los medios, los dobles, el noch ein Herr Obers, el et Glas Araks, las botellas, las botellas, las hermosas botellas de tequila y las calabazas, calabazas, los millones de calabazas de hermoso mescal...”.

domingo, 19 de octubre de 2008

NOCHES SIN LUNA

Hace unos años escribí sobre la luna de una ciudad de un país del norte. Yo había viajado hasta allí para saludar a un viejo amigo y pude comprobar que la luna de esa ciudad era una luna inquieta, esquiva, que se escondía detrás de las nubes, oscureciéndolo todo, que se ausentaba sin causa justificada, o que se ocultaba en la noche. Sobre esta luna y esta ciudad ya habían escrito antes, pero el escritor que lo hizo no conocía la ciudad y escribió sobre una luna que, en realidad, no existía. Quizás la luna de esa ciudad del norte –escribí yo entonces- no había estado nunca en ella y se trataba tan sólo de un triste malentendido. Quizás esta luna se ocultaba porque quería revelarme un secreto, mostrarme algo, y aquella era su manera de expresarlo. ¡Quién sabe! Ahora, este viejo amigo, un hombre sabio, me ha regalado una imagen de una noche oscura, sin luna, como aquellas noches que yo pasé en aquel país del norte, hace unos años, como muchas de las noches en que vivo ahora. Aunque ahora ya no soy la misma persona de entonces; pero quizás la oscuridad sigue siendo la misma, inquieta, esquiva; porque esta noche sin luna, ahora, quizás intenta, como entonces, que yo comprenda algo. Aquella persona que vagaba sin rumbo por las calles de una ciudad del norte andaba buscando respuestas; pero la oscuridad lo empujaba a lo incierto. Quizás entonces (y aún no lo sabía) yo deseaba perderme en regiones inhóspitas, extremas, como Chris McCandless, el protagonista de Hacia rutas salvajes, y buscaba una razón convincente para justificar la evidencia de aquella experiencia. “No eches raíces –le escribió McCandless a un amigo-, no te establezcas. Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada... No necesitas tener a alguien contigo para traer una nueva luz a tu vida. Está ahí fuera, sencillamente”. Aunque dudo mucho de que yo entonces tuviera la audacia y la determinación de McCandless, que pensara como McCandless, y creo en cambio que tan sólo buscaba una respuesta, una única respuesta, y que no sabía bien qué buscaba, que algo se me había extraviado en el camino, que algo nuevo se me estaba mostrando. Ahora, cuando lo pienso, creo que todo cobra sentido. Cuando se vuelve de nuevo a la autopista, en el camino, se vuelve en busca de respuestas. Y si la noche sigue a oscuras, sin luna, uno comprende enseguida que la vida será, como siempre, complicada. Sobre la enfermedad de mi amor, así se titula un hermoso poema de Leonard Cohen. En él, Cohen se pregunta: “¿Acaso he de ponerme mi capa?, ¿vagar como la luna sobre cielos y cielos de carne para partir de nuevo en la mañana?”. Aunque ahora todo es distinto, aunque el asunto entero ha cambiado, quizás mis pasos perdidos, como entonces, tan sólo necesiten de una estrella. Quizás la luna que ahora me espera ilumine la noche, seguro, despejando las dudas; y la imagen de la noche sin luna, de la noche oscura, desaparezca del todo de mi vida. Quizás ahora se trata tan sólo de descubrir el secreto, de conocer esa senda: de lunas, de cielos, de carne; de océano, de palabras y esperanza. Quizás la luna de la ciudad del país del norte ya no exista, ya no se oculte en la noche, y yo tenga ahora que encontrar mi luna, blanca y dorada, la luna que me espera, allí donde se esconde.

domingo, 12 de octubre de 2008

EL CRONÓFAGO

¿Qué es lo que tengo entre manos? ¿Qué me tiene seducido, impaciente, obsesionado? ¿Qué es lo que me impide sentarme, a observar el mundo, o levantar el vuelo, erguido, liberado? Toda reivindicación comienza con una pregunta. Y hay preguntas que suponen una lectura exigente, incisiva, una perspectiva sugerente que ayude a despejar todas las dudas. “¿Qué es, pues el tiempo?”, se interrogaba Agustín de Hipona, en las Confesiones. Y respondía: “Si nadie me lo pregunta lo sé. Pero si quiero explicarlo a quien me pregunta, no lo sé”. Como el asunto trata de cierta patología, podría acudir a mi psicólogo, o a la ciencia; pero prefiero acudir a la filosofía. Quizás tenga razón Giacomo Marramao (Apología del tiempo oportuno, Editorial Gedisa), cuando afirma que la modernidad se proyecta en el futuro, que es futurocéntrica. El tiempo se ha convertido en nuestro mayor enemigo. Pensamos en cada instante en función del próximo, y el valor del presente no es un valor en sí mismo, sino un valor en relación con el futuro. Casi resulta imposible la experiencia del presente. Y vivir la experiencia intensiva del presente –afirma Marramao- es la condición para pensar de una manera abierta hacia el futuro. Como dice mi secretaria, siempre oportuna, se trata de leer la naturaleza, los libros, la música, o de quedarse mirando fijamente al techo; se trata de alcanzar la paz de transitar por otra dimensión del tiempo. Es entonces cuando aparece el tiempo de los árboles, el tiempo de la siembra, el tiempo de la música. En esos instantes, el tiempo, como concepto asfixiante, pierde toda trascendencia, y aparece la maravilla creadora de su paso: la obra. Aunque a veces, por más que lo intentas, no logras vencer la sensación de ansiedad y de impaciencia, la visión futurocéntrica, que hace de ti un juguete, inútil, en manos extrañas, que hace de ti una marioneta sacudida por el viento. Aunque nada está oculto, aunque todo está a la vista, cuando acudes al poeta, al filósofo, éste responde con evasivas, o responde con preguntas que carecen de la necesidad evidente de una respuesta. “¿A dónde va el pasado? (¿A dónde va la llama de la vela cuando se apaga?) ¿De dónde viene el futuro? (¿De dónde viene la luz de la bombilla cuando se enciende?)”. Wittgenstein se hacía estas preguntas para intentar disolver confusiones y aclarar analogías que nos arrastran irremediablemente. Pero la cuestión es que yo, ahora, necesito que el tiempo pase deprisa; a pesar de los consejos de la filosofía, yo mismo abrazo, voluntariamente, la patología del futuro. Y no sé qué hubieran pensado San Agustín, o Giacomo Marramao, o el mismo Wittgenstein, ante el reloj de John Taylor. Yo ahora necesito un reloj como éste, un reloj que no tiene ni números ni manecillas, un reloj de 60 hendiduras de oro que se iluminan para indicar la hora. Sobre él se desplaza un gigantesco saltamontes, bautizado como “cronófago”, o “devorador del tiempo”. Cada paso que da marca un segundo, y sus movimientos generan destellos de luces azules que viajan por la esfera hasta detenerse en la hora exacta. Pero el reloj sólo indica la hora con precisión cada cinco minutos; el resto del tiempo las luces sólo sirven de adorno. Si este reloj devora el tiempo (“Yo también quería mostrar que el tiempo es un destructor: cada minuto desaparece algo que uno no puede recuperar jamás”, afirma John Taylor), este es el reloj que necesito. Y después necesitaré un reloj que haga justamente lo contrario: que detenga el tiempo, que lo deje en suspenso, que se limite a palpitar con lentitud, con dulzura, pero en un silencio eterno. También creía Wittgenstein que quien vive el presente vive eternamente. Aunque a mi lado, Bob Dylan, susurra la pregunta que me inquieta: “¿y cuánto tiempo tiene un hombre que mirar hacia arriba antes de que pueda ver el cielo?”. Un cielo nuevo, limpio y despejado. Un cielo azul de luces y segundos. Un cielo de preguntas sin respuesta.

domingo, 5 de octubre de 2008

EL TREN DE LAS 3.10

Así definía el género el crítico de cine Ángel Fernández-Santos: “La idea de que en un universo consumado y cerrado sobre sí mismo todavía es posible cruzar la línea que los puntos sin retorno dibujan en los secretos mapas de los sueños. El simple vadeo de un río cuya orilla sigue inexplorada o la cabalgada libre sobre una planicie ilimitada son configuraciones imaginarias en las que una remota frontera histórica se convierte en una cercana frontera mental. Eso es un western”. Cuenta Anthony Kenny que Wittgenstein, después de sus agotadoras clases en Cambridge, en 1930, solía acudir al cine donde se sentaba en la primera fila de butacas, masticando una empanada de carne de cerdo, completamente absorto, y que sus películas preferidas eran las películas del Oeste; Wittgenstein decía aprender en ellas más sobre ética que en todos los tratados filosóficos sobre el tema. Creo que a Wittgenstein le hubiera gustado la nueva versión de El tren de las 3.10, de James Mangold, remake del viejo western de Delmer Daves, basado en un guión de Elmore Leonard. En El tren de las 3.10, el bien y el mal se enfrentan, cara a cara, en una lucha a muerte donde las luces y las sombras nos desvelan la complejidad eterna de los seres humanos. Como en una partida de ajedrez, juegan blancas contra negras, pero a veces los colores cambian, o parece que cambian, o al menos tenemos la duda de que las cosas, como en la vida misma, nunca son como parecen. El ranchero Dan Evans (Christian Bale) representa la honestidad y la honradez de un hombre que pone en peligro su vida para sacar adelante a su familia. Y el malvado Ben Wade (Russell Crowe) será la pieza del juego que permitirá a Evans alcanzar su destino secreto. A su alrededor, otras piezas del tablero muestran la gloria o la miseria de los hombres en el juego de la vida. Y, aunque uno se reconoce enseguida en Evans, en su honradez y en su decencia, acaba también hechizado por un forajido que cita la Biblia y que imparte su particular justicia con un revolver en cuya empuñadura lleva grabado un Cristo crucificado. Al final, cuando ambos se cuentan su historia, la seducción es mutua. Y Evans y Wade se redimen abocados a una jugada final definitiva y extrema, donde el destino se revela como linde, como límite, y las piezas en conflicto van cayendo, bruscamente, sobre un tablero de tierra envilecida con sangre. ¿Qué hace al héroe? ¿Existe el héroe? ¿O existe el hombre común que toma una decisión cívicamente justa y se decide a arrostrar las consecuencias? Como escribió Borges: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Un universo cerrado sobre sí mismo muestra la cara del héroe, al final del western, mientras el tren de las 3.10 inicia lentamente su camino, su rumbo incierto, y un alazán oscuro acude a la señal de la aventura, vuelve al misterio, cruzando al galope la pantalla, el horizonte, huyendo de las luces y las sombras, dejando tras de sí signos de muerte.

jueves, 25 de septiembre de 2008

RAZÓN DE VIVIR

“El mundo de un hombre feliz –escribió Wittgenstein- es diferente del mundo de un hombre infeliz”. Aunque la trama del asunto no cambia, aunque el guión de siempre siga escrito con sucias manchas, con letras fatigadas, el hombre feliz saca fuerzas, se eleva, y el polvo del desierto se disuelve en el aire con la dulce levedad de un suave beso. No importan los editoriales que alertan sobre el peligro eminente de una crisis económica. No importa que Hawking considere inevitable un desastre en el planeta en los próximos 100 años y un futuro de la especie humana exiliada en el espacio. La energía oscura, una misteriosa forma de energía, provoca la extensión del universo, que este se acelere; la materia oscura no puede verse, pero Hawking afirma que puede detectarse. El hombre feliz, mientras tanto, está en otra cosa. Ha tenido tiempo de pensarlo y ahora camina al margen, insolente, con la seguridad amenazante de un ángel que sobrevuela la tierra y que observa, indiferente, la absurda maldición de los mensajes. “El secreto de la felicidad –escribió Bertrand Russell- es darse cuenta que la vida es horrible, horrible, horrible”. Y el hombre feliz, mientras tanto, consciente de ello, escribe en el poema de su carne la única razón de su vivir, la única razón de su existencia. Hoguera de amor y guía, ya nada estorba al ángel, que sólo espera el momento de una señal en el tiempo para descender como un hombre, y hacerse presente, y mostrarse. Mientras tanto, la banda sonora de su vida va añadiéndose, impaciente, a ese poema. Y Víctor Heredia canta en un callejón luminoso donde un espejismo dorado anuncia la visión del paraíso: “Para combinar lo bello y la luz sin perder distancia, para estar con vos sin perder el ángel de la nostalgia. Para descubrir que la vida va sin pedirnos nada, y considerar que todo es hermoso y no cuesta nada. Para combinar, para estar con vos, para descubrir y considerar, sólo me hace falta que estés aquí con tus ojos claros…” Hoguera de amor y guía, ya nada estorba al hombre, que sólo espera el momento de una señal en el tiempo para descender como un ángel, y hacerse presente, y mostrarse.

domingo, 14 de septiembre de 2008

ASIGNATURA PENDIENTE

Están ahí, justo al lado, en las aceras del camino, orgullosos, o a ambos lados de la carretera; pero yo no conozco sus nombres. Como un estudiante perezoso que ha dejado para septiembre algunas asignaturas, yo debo ahora examinarme de esta materia. Y para ello he decido estudiar con la ayuda de Lawrence Ferlinghetti. “Jesús –escribió Ferlinghetti- se bajó de su árbol desnudo este año y se fue a refugiar silenciosamente en el vientre de una anónima María”. Con Ferlinghetti bajo el brazo cruzo la entrada del Jardín Botánico: tengo que aprender el nombre de los árboles; esta es mi asignatura pendiente. Los árboles están aquí, erguidos, silenciosos, esperando que alguien los nombre. Mi secretaria, con su infinita sabiduría, me ha prestado unos apuntes para guiarme en la tarea de entablar conversación con la naturaleza. Ella piensa que su inclinación por la naturaleza no me interesa, que me resulta intrascendente; pero ella se equivoca. Ella escribe su propio libro de filosofía en contacto con la naturaleza y así concibe la vida desde otra perspectiva, aceptando algunos tiempos, la belleza sin retoques, las tendencias, los ciclos. En un ocasión me dijo: “me produce más placer observar la madera de un árbol que un reloj de colección”. Y su confesión me recordó a Thoreau, en Walden, y su relación con la naturaleza. Thoreau escribía la naturaleza, leía la naturaleza, y así se convirtió en filósofo. Como escribe Stanley Cavell: “la lectura lo es de cualquier cosa que esté ante ti”. Y los nombres de los árboles, en manos de mi secretaria, son el libro de filosofía que ahora leo, mientras intento aprender otros nombres, mientras intento leer y escribir sobre los árboles que observo, que observan, y que me rodean. Los nombres de los árboles, en manos de mi secretaria, me transportan a un mágico lugar donde el tiempo se detiene: Palos borrachos, Jacarandaes, Tipas, Espumillas, Ceibos, Lapachos. Y los nombres de los árboles, ahora, en mis manos, son nombres de esperanza que se protegen de la ciudad y del asfalto desde el cielo azul de las alturas: Tejo, Almez, Sequoia, Roble, Plátano, Olmo. “He dormido en cien islas en donde los libros eran árboles”, escribió Lawrence Ferlinghetti. Y ahora, con la asignatura pendiente aprobada, con la lección bien aprendida, los nombres de los árboles se mezclan, orgullosos, y unimos con ellos nuestros nombres.

domingo, 7 de septiembre de 2008

LA TIERRA PROMETIDA

Cuando se lo comenté a ella, cuando le dije que había noches en que algo me obligaba a hacerlo, que había noches como tumbas negras en que debía hacerlo irremediablemente, ella se quedó inmóvil, inexpresiva, ensimismada; se quedó callada; no articuló palabra; creo que no comprendió verdaderamente la importancia de lo que yo le estaba contando. A veces, personas que han vivido juntas toda la vida se convierten, en apenas unos segundos, en verdaderos extraños, en seres inquietantes el uno para el otro, en criaturas irreconocibles. El abismo que se ha abierto entre ellos es tan profundo y tan vasta la extensión de tierra que ahora los separa, que de nada sirven ya las palabras. Para intentar alcanzar un acuerdo, para intentar la comprensión o aliviar la agonía, habría que ingeniar la posibilidad de una forma de expresión completamente nueva, un idioma improvisado, desconocido, imposible, una suma de acciones o de gestos nunca vistos. Pero aquella tarde, quizás, ya estaba todo dicho; las palabras se descolgaban cansadas y había que volver a la ceremonia de la vida, a los hechos de la vida cotidiana; había que volver a la autopista. Cuando yo le dije a ella: “¿sabes?, ahora, incluso, rezo por las noches; no sé bien a quién ni cómo, pero necesito hacerlo”, ella no entendió absolutamente nada. Y todo se acabó disolviendo entre oscuros formalismos y arañazos de tensión de un viento idiota que alborotaba recuerdos con la inútil terquedad de un ángel muerto. En sus Diarios Filosóficos (1.914-1.916), escribió Wittgenstein: “¿Dios y la finalidad de la vida? Sé que existe este mundo. Que estoy situado en él como mi ojo en su campo visual. Que hay en él algo problemático que llamamos su sentido. Que ese sentido no queda en él, sino fuera de él. Que la vida es el mundo. Que mi voluntad atraviesa el mundo. Que mi voluntad es buena o mala. Que bueno y malo, por tanto, están relacionados de algún modo con el sentido de la vida. Que podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo. Y vincular a ello la comparación de Dios con un padre. Orar es pensar en el sentido de la vida”. Quizás si le hubiese leído esto a ella, en aquel preciso momento, me habría comprendido; aunque tampoco estoy seguro. En realidad, hay cosas que no se entienden si no se viven en carne propia, si no se ha sufrido la intensidad del colapso, del abandono, del asombro. Quizás existan barreras infranqueables que hay que respetar a pesar de todo. Quizás la vida nos hace estas ofrendas, misteriosas, porque siempre acaba ofreciéndonos algo a cambio. En The Promised Land (Darkness on the Edge of Town, 1978: un disco imprescindible) Bruce Springsteen confiesa: “Señor, no soy un niño, no, soy un hombre, y creo en una tierra prometida”. El mejor antídoto contra la incomprensión de los demás está en que uno mismo pueda llegar a entenderse y a construir su propio camino. En que uno pueda reconocer su nombre, y adivinar su rostro, en el largo callejón de los encuentros rotos. En que uno tenga claro, a pesar de las palabras, o gracias a ellas, cuál es la dirección del paraíso.

domingo, 31 de agosto de 2008

CIUDADES, SIGNOS, PALABRAS

Imagino ciudades con la ayuda de palabras. “¿Y con cuántas casas o calles comienza una ciudad a ser ciudad?”, se pregunta Wittgenstein en el parágrafo 18 de las Investigaciones Filosóficas. Y añade: “Nuestro lenguaje puede verse como una vieja ciudad: una maraña de callejas y plazas, de viejas y nuevas casas con anexos de diversos periodos; y esto rodeado de un conjunto de barrios nuevos con calles rectas y rectangulares y con casas uniformes”. Mientras pienso en la cita de Wittgenstein, a la salida de una cafetería, me encuentro con una mujer con la que no conversaba desde hace aproximadamente veinticinco años. Ahora, todo cuanto me sucede es extraño; pero encontrarme con una mujer con la que no conversaba desde hacía tanto tiempo resulta muy extraño. En apenas unos minutos, nos contamos nuestras vidas. Ella me habla de sus dificultades emocionales, de sus problemas, y de sus ojos caen, impacientes, pequeñas estrellas que se deshacen en sus mejillas, signos tristes como destellos luminosos que describen un enigma. Yo le ofrezco consuelo y le doy un consejo: juegues al juego que juegues –le digo-, marca tú las reglas; ya sabes: know your rights: reclama tus derechos. Ella me escribe en un papel unas letras que me ayudan a imaginar la ciudad en la que vive: Allard Gardens; Park Hill; London. Y a esta parte de la historia la sellamos con el nombre de “Esperanza”, convencidos de que todo, absolutamente todo, tiene remedio. The future is unwritten –le repito-; el futuro no está escrito; el futuro es impredecible. Y después le cuento yo mi propia historia. Le cuento que yo me encuentro ahora atravesando los Apalaches; Terranova y Labrador, hasta Alabama. Que yo me encuentro ahora haciendo arqueología musical tras la pista de las canciones de los viejos hillbilly: convictos, granjeros y cowboys. Ya sabes –le digo-, experiencias básicas: fe, amor y actos de violencia; poesía y verdad en estado puro; Woody Guthrie, Leadbelly y Pete Seeger. Y que luego pasaré un tiempo en Concord, cerca de Boston, estudiando a Emerson y a Thoreau, a Nathaniel Hawthorne, a Bronson Alcott y a Walt Whitman. Que haré un pequeño alto en Nashville, Tennessee. Y que después, inexcusablemente, viajaré hacia el sur, al límite, a la frontera, hasta llegar al Río de la Plata, a la ciudad que me espera, porque tengo que cumplir una promesa. Que ahora –le digo-, ya estoy en esa ciudad de alguna manera, con la ayuda de las palabras. Que estoy en esa ciudad en 1.536 (Misteriosa Buenos Aires; Manuel Mújica Láinez) mientras Don Pedro de Mendoza, Primer Adelantado del Río de la Plata, se retuerce enfermo como un endemoniado, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche, la luna macilenta hace palidecer las chozas, y los soldados españoles se devoran unos a otros, enloquecidos, muertos de hambre. Que el tiempo pasa –le digo-, en la aventura de las palabras, con una lentitud exasperante. Pero que pronto, muy pronto, estaré en esa ciudad en la fecha prevista cargado con mi equipaje de signos, de ciudades y palabras; con mi ángel invisible de increíble fortuna; con mi anhelo invencible de violenta ternura; con las canciones hillbilly que llevaré conmigo desde los Apalaches; con las canciones de amor que me darán la clave, la llave de los sueños, y que cantaré al oído de la mujer que lo merece.

domingo, 24 de agosto de 2008

POSIBILIDADES DE SENTIDO

Las palabras van y vienen, circulan por la autopista, tejiendo y destejiendo posibilidades de sentido. Ella me pregunta que cómo la imagino, y a mí se me revela una palabra que figura entre los versos y las sombras de un libro de un excelente poeta. Fervor, le digo; lo que equivale a decir: Entusiasmo, Pasión, Calor, Llama, Intensidad, Exaltación, Impulso, Desenfreno, Apasionamiento, Excitación, Arrebato, Furia, Frenesí, Delirio, Locura. Para cerrar el círculo, para cubrir con un manto toda la impaciencia acumulada, yo añado: Sensibilidad; Sensualidad; Inteligencia. Y una vez cerrado el círculo, abrazada la locura con las manos y los sueños de los locos, me detengo ante la voz de esa corriente que envuelve los espacios invisibles, me embeleso ante los signos y los gestos que simbolizan y alientan. Los dos estamos jugando al juego de las palabras; es un combate de esgrima: intentaremos tocarnos con un arma blanca; pero también estamos justificando un acuerdo. “Las palabras más simples, –no sabemos lo que significan excepto cuando amamos y aspiramos”, escribió Ralph Waldo Emerson en su ensayo Círculos. Y Stanley Cavell añade: “Cualesquiera que sean los estados que estas palabras pretendan designar, esta observación no dice que dichos estados sean efectos de las palabras sino más bien lo opuesto: que ellos son sus causas, o, mejor, condiciones de la compresión de las palabras. Aunque no sea algo sin precedentes que un filósofo nos diga que las palabras que empleamos cada día son imprecisas y provocan ilusiones, no es usual, ni siquiera normal, en filosofía, decir que el acceso a su significado pasa por un cambio del corazón”. Porque lo más importante, ahora, no es qué significan las palabras que yo he utilizado para crear una imagen, sino desde dónde nacen las palabras que hacen posible esta imagen. Y para entender todo esto, para intentar explicarme a mí mismo, y describir lo que siento, yo sólo puedo recurrir a estas palabras. Palabras que nacen del corazón, del sentimiento, forjadas por el aliento de una violencia encantada. Palabras que nacen desde el deseo, arrancadas al vacío, y que se muestran desnudas en la dulce intuición de una promesa.

lunes, 18 de agosto de 2008

RESPUESTAS

No sé si este es el tono adecuado, el más aconsejable; pero sé que es el tono que me marca la vida. Wittgenstein escribió en su día: “Creo haber resumido mi posición con respecto a la filosofía al decir: de hecho, que sólo se debería poetizar la filosofía”. Y siempre me ha gustado imaginar en qué contexto lo hizo, cómo llegó a la conclusión de qué papel le quedaba reservado a la filosofía. Después de un largo camino, el equipaje de las preguntas encontraba una insólita respuesta, aunque no resultaba sorprendente haber llegado, casi al final del sendero, justo al comienzo del mismo. A estas alturas de la vida, uno espera encontrarse con al menos una respuesta. Y hay quien busca respuestas leyendo las noticias en la actualidad de los periódicos; pero yo hace más de un año que ya no leo periódicos. Como mucho, puedo leer los titulares; aunque nunca paso de estas líneas breves; y compongo con los titulares de las noticias poemas y extrañas canciones que no comparto con nadie. John Lennon compuso A day in the life sentado al piano y colocando el diario (un ejemplar del Daily Mail del 17 de enero de 1967) en el atril reservado a la partitura. Gracias a ello, pudimos enterarnos de que el ayuntamiento de Blackburn, en Lancashire, había contabilizado un total de cuatro mil baches en su pavimento; pero aunque heredamos una de las canciones más hermosas de nuestra vida aún nos quedaba tiempo para seguir esperando respuestas. Dylan nos había dicho, unos años antes, que la respuesta estaba en el viento; pero la respuesta, en ocasiones, puede encontrarse velada entre las hojas de un amarillento calendario. Hacía muchísimo tiempo que yo no prestaba tanta atención a las hojas de un calendario. Me acerco a él como quien se acerca al Oráculo de Delfos esperando una visión milagrosa; pero el calendario se mantiene, de momento, en un respetuoso silencio. La función del calendario es recordarme el mes en que vivo, el día en que habito; pero yo estoy necesitando saber en qué día encontraré la respuesta. En Rebelde sin causa, el viejo filme de Nicholas Ray, Jim Stark (James Dean) es un adolescente angustiado por la necesidad de demostrarse algo a sí mismo; es un hombre joven que está necesitado de respuestas. Cuando retan a Stark a que participe en una prueba de valentía (esas carreras de coches, hasta llegar al acantilado, en las que hay que saltar del vehículo en el último momento), éste le pregunta a su padre esperando, atormentado, una respuesta; y el padre se disuelve en evasivas: “Diez años –le contesta-. En diez años verás las cosas de manera distinta”. Y Jim Stark se revela como un león encerrado en el interior de una jaula: “¿Diez años? Quiero una respuesta ahora. La necesito”. El león encerrado en la jaula quiere saber, urgentemente, cuál será su destino. Y mientras uno contempla el calendario con las hojas amarillas que guardan silencio, con el diario en el atril reservado a la partitura, se imagina impaciente el momento en que será desvelada la respuesta. Mientras yo contemplo el calendario, mientras el viento sopla con fuerza en dirección al océano, los días siguen pasando.

lunes, 11 de agosto de 2008

ORDINARIO EXTRAORDINARIO

Cuando cruzo el desierto, a la caída de la tarde, camino de la autopista, tengo la extraña sensación de que alguien me acompaña. Camino cuesta abajo por las avenidas de lo cotidiano, una selva inhóspita de polvo y de cemento, y esa sombra extraña se posa sobre mi hombro con un gesto travieso, acaricia mi cabeza, me despeina, y me arrastra hacia la vida con un leve empujón que atraviesa mi pecho, que inunda mis pulmones con una bocanada de aire fresco. Mi ángel de la guarda es el aire acondicionado del infierno. Cuando tomo el autobús, de vuelta a casa, puedo silbar esa canción que es para mí un secreto, pero que mi ángel se sabe de memoria. Y silbamos los dos Covenant Woman, “Mujer de la alianza”, la vieja canción de Dylan, mientras dejamos atrás las llamas, cerramos los ojos, y abrimos un libro como quien abre las alas de una mariposa. “Mujer de la alianza, entrañable jovencita, ¿quién conoce esos secretos míos que se ocultan en el mundo? Sabes que somos extraños sobre una tierra en la que estamos de paso. Siempre estaré a tu lado, también yo he sellado una alianza”. Aunque, llegados a este punto, ya nadie sabe explicarme porqué lo ordinario es extraordinario (y Stanley Cavell lo intenta); y descubro en la lectura de mi libro un hueco para un alma cansada que intuye que algo nuevo está ocurriendo. Cuando cruzo el desierto, a la caída de la tarde, camino de la autopista, tengo la extraña sensación de que alguien me acompaña. Lo que ya no tengo claro es si mi ángel, como el ángel de Wenders, sobre el cielo de Berlín, quiere dejar de ser ángel, y convertirse en humano. Entonces, le digo, tendrás que hacer el camino tú solo; y no te será nada fácil. Podrás conocer el color de tu sangre, los colores sobre el muro de Berlín, o sobre el muro de Madrid, el sabor del café negro; pero estarás condenado a la dulce condena que todos los humanos arrastramos. Te enamorarás de una mujer hermosa, pero también conocerás el fracaso. Podrás contemplar cómo tu trapecista vuela, pero un día volará lejos, y te dejará solo. Y mi ángel, entonces, se queda pensativo. En el mejor de los casos, le digo, tendrás que acostumbrarte a la lectura, a la escritura, y a la visión de las cosas que cambian, a todo lo ordinario extraordinario. Y tendrás que acostumbrarte a que las cosas, a veces, nos extrañan. Te encontrarás de nuevo ante un cruce de caminos, confuso, perdido, en tierra de nadie, o en ninguna parte. Te apropiarás de una lengua o de una tradición cultural o teórica y esto te llevará a esa relación que entraña un momento de extrañeza o de pérdida, de impersonalidad, de autoanulación, de crisis, de exilio, de nacimiento y de vuelta al mundo. Alguien te alcanzará, en algún momento, un libro de filosofía, Wittgenstein de Kenny, por ejemplo, y podrás leer la famosa carta que Wittgenstein le envió en su día a su amigo Malcolm: “¿De qué sirve estudiar filosofía si lo único para lo que le capacita es para hablar con cierta plausibilidad acerca de algunas abstrusas cuestiones de lógica, etc., y no perfecciona su pensamiento acerca de las cuestiones importantes de la vida diaria?” Aunque siempre podrás pedirle ayuda a tu ángel, le digo, siempre podrás atravesar el desierto cegado por su empuje, cogido de su mano. Y siempre podrás silbar esa canción secreta, Covenant Woman, “Mujer de la alianza”, que ahora, tú y yo, estamos silbando; siempre podrás comenzar de nuevo. “Estaba roto, destrozado como una copa vacía. Sólo espero que el Señor me reconstruya y me colme. Y sé que lo hará porque Él es leal y cumple. Debe de haberme amado mucho para enviarme a alguien como tú. Y sólo te diré que es mi intención estar más cerca que cualquier amigo. Sólo tengo que darte las gracias, una vez más, por hacer que tus plegarias lleguen a los cielos por mí. Y a ti, muy agradecido, siempre te estaré”. Cuando cruzo el desierto, a la caída de la tarde, camino de la autopista, tengo la extraña sensación de que alguien me acompaña.

lunes, 4 de agosto de 2008

ESTEREOSCOPIO WILCOCK

Hay escritores que expresan conceptos comunes a todos con una facilidad asombrosa. “También el poeta –escribió Wittgenstein- debe preguntarse una y otra vez: ¿es lo que escribo realmente cierto? Lo que no debe significar: ¿sucede así en realidad?” Si tú me cuentas la historia de tu cicatriz, yo te contaré la mía. Si tú me cuentas la historia de tu fracaso, yo te contaré la historia mi vacío. Si tú me cuentas cómo abandonaste Egipto, con tus libros y tu pistola, yo te contaré cómo entré en Jerusalén escoltado por la policía. El estrés cotiza al alza en la Bolsa. Los aparatos electrónicos dejan de ser privados al entrar en los Estados Unidos. Miles de hormigas voladoras vuelan sobre las cabezas de los androides asistentes a la Campus Party. Pero los participantes en los Juegos Olímpicos de la Comunidad de los Solitarios no parecen darse por aludidos. Para ellos, la vida no es más que un cuento absurdo de ese género que algunos han calificado como literatura fantástica. En 1972, Juan Rodolfo Wilcock (“un enigma –escribió Héctor Bianciotti- que la literatura argentina podría jactarse de poseer si la literatura italiana no fuese infinitamente más pródiga en enigmas y jactancias”), escribió el prefacio de su obra Lo steroscopio dei solitari: “Lugar común-verdad: que el hombre en cualquier situación se encuentra solo. Ve a Wittgenstein, cucaracha dentro de una caja: no hay necesidad, si nadie la ve que dentro esté una cucaracha. Vale también para Dios. La soledad empuja a hacer, porque si no, se puede arriesgar la inexistencia. Vale también para Dios. El hombre necesita soledad, pero también comunicación; empero, la comunicación turba la soledad; hacerle convivir sin lucha es la premisa de la felicidad”. Cuentan que su “invención” más acabada fue describir la puesta en escena de las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein. Al parecer, durante algunas semanas, Wilcock sustituyó al crítico teatral del diario Il Mondo. Como asistir a las representaciones lo aburría considerablemente inventaba espectáculos inexistentes haciendo creer a los lectores que las obras se habían estrenado en Oxford, Tánger u otros lugares. El estreno de la versión teatral de las Investigaciones Filosóficas tuvo lugar en Oxford, a mediados de los setenta, bajo la dirección del catalán Llorenç Riber, y después de que éste superara la ardua selección del fondo musical de la obra que, contra todo pronóstico, no recayó en Webern sino en Beethoven, quien suena durante toda la representación, a excepción del momento del prólogo (el fragmento de San Agustín acerca de las palabras y de los objetos que ellas designan), reservado por Riber para un aria de La Creación de Haydn. Juan Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires el 17 de abril de 1919. En 1955 abandonó Argentina y se instaló en Italia. También abandonó el castellano y comenzó a escribir en italiano. Encontrar un libro suyo en una librería de Madrid es un asunto imposible; preguntar por él o citar su nombre provoca inevitablemente gestos de perplejidad o de asombro. Poco antes de cumplir cincuenta y nueve años, el 16 de marzo de 1978, fue hallado muerto en su casa de Lubriano. Un infarto lo había sorprendido mientras leía, recostado en un diván, L’infarto cardiaco, del doctor Alberto Saponaro. También el poeta debe preguntarse, una y otra vez, si lo que escribe es cierto, aunque esto no signifique que tenga nada que ver con la realidad. La realidad es el lugar donde la gente corriente habla de cicatrices, de fracasos, del estrés, de la Bolsa, de aparatos electrónicos y de hormigas voladoras; aunque para el poeta todas estas cosas resultan bastante extrañas. Juan Rodolfo Wilcock sabía que la realidad es el lugar del vacío, de la soledad y de lo extraño. Amaba a Wittgenstein, la poesía y la lectura del Scientific American. Estas tres cosas le procuraban una felicidad suficiente.

miércoles, 30 de julio de 2008

OSCURA BELLEZA

Iba a cometer un pecado e informe de ello a mi secretaria. Una llamada telefónica. Mi secretaria, por su parte, eficaz y brillante como siempre, me confesó que ella ya se encontraba pecando: una cerveza helada, en un bar irlandés, en el centro de Buenos Aires. Mi secretaria sabía que mi pecado era tan sólo una metáfora, una forma de expresar que andaba dándole vueltas al tema del sentido de la vida; que mi pecado, como el suyo, carecía de importancia. Aun así, tenía interés por conocer su opinión y decidí llamarla. Al escuchar su voz comprendí que la razón de la llamada se hallaba en otra parte; que era otro el motivo de la llamada. La tarde, cuando ella colgó el teléfono, murió de oscura belleza. Y yo volví a la lectura como quien vuelve a casa después de una terrible tormenta. Para entonces, Marc Hendrickx había llegado a la conclusión de que hasta el infierno está podrido de arco iris. Y Leonard Cohen acababa de instalarse en Tennessee, en una destartalada granja en medio del campo. Leonard Cohen. Un buscador de la verdad, es el título de la biografía del poeta canadiense escrita por Marc Hendrickx y publicada por Editorial Milenio. Como la tarde iba de pecados y estos me arrastran, irremediablemente, tarde o temprano, a una sensación o sentimiento de culpa, me sorprendió leer lo que Cohen opinaba sobre el tema: “Pienso que la culpabilidad es un excelente indicador de estar haciendo algo mal. Debería ser estudiada, abrazada, analizada y bendecida. Como ser consciente no puedes ni debes huir de ella”. Al parecer, muerta de oscura belleza, la tarde no ofrecía ningún tipo de consuelo. Menos mal que mi secretaria, a la altura del mejor de los poetas, aprovechó lo que quedaba de tarde para dejarme un mensaje en el buzón del correo electrónico: “Sobre el pasado –decía mi secretaria- hay que desplegar un manto de piedad hacia nosotros mismos”. Cuando se instaló en Tennessee, dejando atrás la isla griega de Hydra, y tras hacer un alto en el Chelsea Hotel neoyorquino, Cohen tenía el espíritu devastado. Mentalmente sufrió un colapso del tipo que mucha gente no supera. Creo que mi secretaria, de haber conocido a Cohen en ese estado, le hubiera aconsejado lo mismo. ¿Enfangarse sin sentido en el sentimiento de culpa? Estoy convencido de que Cohen, a lo largo de su vida, ha debido modificar su idea sobre este asunto; es algo que ha hecho muy a menudo. Aunque desconozco cuántas veces en su vida ha cambiado de secretaria. Mi secretaria pertenece a la sagrada orden de las Hermanas de la Misericordia. Cuando no te sientes un santo y tu soledad te dice que has pecado, ellas se acuestan a tu lado y tú te confiesas ante ellas. Tocan tus ojos y tú tocas el rocío impregnado en sus dobladillos. Si tu vida es una hoja que las estaciones arrancan y condenan, ellas te atan con un amor tan delicado y fresco como un tallo. Las Hermanas de la Misericordia (Sisters of Mercy, un delicioso poema de Cohen; espero que Cohen me perdone por tomar prestado su espíritu y su letra) aún no han desaparecido. Yo también estoy un poco colgado. Y cuando creía que ya no podía seguir, ellas me dieron su consuelo.

sábado, 26 de julio de 2008

FISTERRA

Una palabra puede tener varios significados. Una palabra puede significar una promesa, una meta, o un sueño; una esperanza, un símbolo, o un hallazgo. En cambio, para alguien que desconoce la gramática profunda de una forma de vida, que no comprende o comparte las reglas implícitas de un juego, la palabra en cuestión será como un paso en falso, como una voz sin sentido que no compensará el esfuerzo del diálogo; la palabra se quedará callada en el vacío de las palabras que no significan nada. Para quien comprende y comparte el juego, sin embargo, para quien sabe, de verdad, en qué consiste el asunto, la palabra será como la tabla de salvación de un naufrago, como el signo desvelado en el libro donde se oculta el secreto, como el beso de dos amantes que comparten la inmensidad de un océano. Cuando menos lo esperas, allí, junto al faro del fin del mundo, la palabra aparece por sorpresa. Ha estado por ahí, ella sola, vagando en la noche, como un adolescente que vive una aventura nocturna, como una sombra pasajera que desvela e impacienta. Con las primeras luces del día, cuando el sol acaricia la superficie del mar con una mano amable, cuando las voces que conversan reconocen que la pesadilla ha terminado, entonces, aparece la palabra. En Solo por ahí, uno de los cuentos de Manuel Rivas incluido en ¿Qué me quieres, amor?, un padre y una madre, preocupados, esperan noticias de su hijo, un adolescente que ha decidido pasar la noche lejos de casa. El padre, con las primeras luces del día, recorre en su automóvil la ruta prevista: Malpica, y luego Ponteceso, Laxe, Baio, Vimianzo, Camarinas, Muxía, Cee, Corcubión, Fisterra. De pronto, absorto en los problemas del trabajo, se da cuenta de que ha olvidado llamar a casa. Cuando por fin lo hace, recibe noticias de que el chico sigue desaparecido. Al salir de la cabina telefónica, en el muelle de Fisterra, se fija en el mar por primera vez en todo el día. El sol de marzo le da un brillo duro, de metal de acero. Más adelante, siguiendo su camino, llega hasta la playa de Corrubedo. Así, el cuento se desliza lentamente hasta el lugar donde acaban los cuentos. Y cuando el chico, por fin, se hace visible (también antes se ha hecho visible la palabra) y el fantasma de Steven Tyler, el cantante de Aerosmith, ocupa en el automóvil el asiento de copiloto, la sombra de la inquietud desaparece.

miércoles, 23 de julio de 2008

CONVERSACIONES

El tipo subió al tren de cercanías en la estación de Atocha. Yo estaba inmerso en la lectura de la Philosophical Foundations of Neuroscience, de Maxwell Bennett y Peter Hacker (ya saben: un texto sobre las confusiones conceptuales habituales en las descripciones de los avances en materia de neurociencia cognitiva). El hombre iba acompañado, aunque yo, en principio, no noté su presencia, porque estaba justo de espaldas a la puerta de entrada. De repente, el hombre exclamó en voz alta: ¡la gente lleva más gente en los bolsillos! Y yo me quedé perplejo, sorprendido, paralizado: aquella era una buena frase; no me pareció una frase corriente en una conversación corriente; parecía, en cambio, un verso libre escrito en un distraído poema cotidiano; aquella era, sin duda, una manera distinta de expresarse. Cuando el ferrocarril se puso de nuevo en marcha, yo seguí con la lectura de las consideraciones de Bennett y Hacker (ya saben: sentido y sinsentido; mente, cerebro, y lenguaje); pero no pude evitar que la indiscreta frase se me colara, a menudo, entre los huecos del texto. Y que asomara, insistente, entre línea y línea, de estación en estación, hasta el final del viaje.

martes, 22 de julio de 2008

LA PALABRA EXACTA

Imagínate una relación epistolar marcada, contradictoriamente, por la cercanía y la distancia. ¿Cómo puedes expresarte con la mayor sinceridad sin caer, en ocasiones, en trampas o incorrecciones? Debes usar palabras, pero no siempre encuentras la palabra exacta. No es la primera vez que lo intentas, pero la velocidad del correo electrónico te fuerza a no pensar con detalle en lo que estás diciendo. Cuando envías el correo, te gusta releerlo para comprobar que no estás cometiendo una locura. Pero siempre te queda la duda y dejas para mejor ocasión la posibilidad de volver a intentarlo. ¡Es tanto lo que quieres expresar! ¡Es tanta la fuerza del deseo, la urgencia del sentimiento! ¿De dónde procede esa duda, entonces, esa sensación continua de estar fracasando? En lo impersonal, quizás, podrías encontrar cierto estilo para engañar a tu ya delicada conciencia; aunque esto sólo funciona en ocasiones. En Tarántula, por ejemplo, la primera y única aproximación de Robert Allen Zimmerman a la ficción literaria, un joven Dylan se acoge a la experimentación poética para volcar un aluvión incesante de personajes que firman poemas y baladas surrealistas con nombres verdaderamente sorprendentes: Toby Apio, Benjamín Tortuga, Homero la Guarra… Imagínate volver a casa y hacer de cada carta, de cada correo electrónico, una experiencia delirante. Por ejemplo: ¡perdona mi retraso, cariño, pero he olvidado mi idioma! Y luego: ¡deberás excusarme, mi vida, pero tengo cita con el diablo! O bien: ¡no te contaré mi vida, te contaré la historia de Apio! No sabes qué pensarán al otro lado –esa mujer que lo sabe todo y que espera, impaciente, tus cartas-, aunque resulta interesante imaginarlo.

lunes, 21 de julio de 2008

CRUCE DE CAMINOS

Cuando intenté explicarme a mí mismo de qué trataba esto, no encontré una explicación coherente. Tenía la sensación de estar comenzando algo, algo nuevo, pero tampoco podía precisar su contenido. Sentía que algo tiraba de mí con fuerza, hacia afuera, pero era incapaz de identificar ese impulso, ese empuje capaz de desvelarme, ese afán crepuscular que me obligaba a mirar hacia la calle, al cruce de caminos, y preguntar por el nombre de las cosas. Cuando intenté regresar a mí mismo note que todo había cambiado. Anoche soñé que la tradición le hacía un guiño absurdo a todas las variantes del desastre. Y que si alguien conversaba a mi lado yo debía permanecer atento. También soñé que las cosas se evaporaban en un espejismo de imágenes que no gozaba de ningún significado oculto. Había que acostumbrarse a ellas, porque era toda la conformidad y toda la verdad que se ocultaba en el sueño. Cuando intenté explicarme el sueño, noté que la luz se demoraba. Al poco, una pequeña hendidura se abrió paso a través de las tinieblas del cuarto. Cuando intenté explicarme a mí mismo de qué trataba todo esto, no encontré una explicación coherente. Pero entendí que así se movía el mundo y que así comienzan las historias. El bardo, en la emisora, mientras tanto, reclamaba con insistencia: y ¿no sabes ninguna canción feliz?, me preguntaba, ¿no sabes cómo diablos cantarla?