jueves, 27 de noviembre de 2008

LECTURAS CRUZADAS

Sé que tengo que dar razones y que explicar las causas. Sé que ella me repite, en ocasiones, que somos personas adultas. Pero yo no lo tengo tan claro; al menos en mi caso. Sé que las cosas suceden y que intentar explicarlas conduce irremediablemente al fracaso. Lo sé por propia experiencia; no es la primera vez que lo intento y, mucho me temo, tampoco será la última. Llevo años sin comprender la vida, mi vida, y tengo serias dificultades para aprehender el secreto. Podría buscar un ejemplo entre mis apuntes de trabajo, algo que hiciera sentirme seguro; pero sólo sería un ejemplo. Wittgenstein y Bouveresse argumentan que el método freudiano confunde el crear significados con la búsqueda de las causas. El método de asociación libre puede crear nuevos significados, pero no sirve para explicar las relaciones causales. Wittgenstein puso el ejemplo de aventar objetos sobre una mesa; si empezamos a asociar libremente acerca de estos objetos, encontraremos un significado para cada objeto y sus lugares, pero no la causa de que estén en ese lugar. Una causa se encuentra experimentalmente. “Una causa –concluye Wittgenstein- se encuentra experimentalmente”. Lo que equivale a pensar que cualquier explicación es válida, o que el orden de los factores no altera el producto, el asunto, y que nunca nos conocemos satisfactoriamente. Aunque también pudiera ser que yo estuviera haciendo trampas. El poeta –escribió Fernando Pessoa- es un fingidor (aunque yo nunca miento); y yo necesito ahora, urgentemente, un calmante que me permita aliviar una impostura. Pero ya ni siquiera funcionan los calmantes, las drogas, las conjuras. Ella me aconseja que, si quiero saber cómo es, si quiero entenderla de veras, observe al jardinero y que lea a Alessandro Baricco. Mi jardinero es un tipo con cara de psicópata que ataca con saña el aligustre con una sierra mecánica que apesta a gasolina. En verano nos obliga a cerrar las ventanas y en invierno desaparece. El jardín se hiela desesperadamente y pájaros negros arañan la tierra buscando gusanos de arena. Pero el jardinero ha desaparecido como si fuese un fantasma. El jardín languidece como un libro sin palabras. Y, cuando llega la noche, la luna alumbra sombras que parecen surgidas de la nada. No hay nada en mi jardín que pueda enseñarme nada. Nada de nada. Así que lo intento con Baricco. Después de leer a Sam Shepard (que es lo que estaba leyendo cuando empiezo con Baricco: “Wipe Out”, de Luna Halcón: la historia de un guitarrista que se pasa tres días y tres noches seguidos tocando el mismo tema, hasta que tiene un orgasmo, masturbándose sobre su Les Paul Gibson, mientras sufre una descarga de electricidad procedente del ampli, y el pelo se le pone blanco y de punta) tengo la sensación de haber pasado de los 151 grados de un Navy Rum (como para matar a un caballo) a la suave levedad del agua tibia. La prosa de Baricco me trae el aroma salado del océano, Océano mar, pero no me calma; no estoy para tanta belleza; yo lo que necesito es el vigor majestuoso de un monstruo. Y, pasadas las primeras líneas, después de conocer a ese pintor que busca pintar el mar con agua de mar y que moja sus pinceles en el carmín rojo de los labios de una desconocida; después de conocer a Elisewin, enferma de una enfermedad que es algo menos, que si tiene un nombre debe ser ligerísimo, lo dices y ya ha desaparecido; después de conocer al Profesor Bartleboom, encallo cansado en los arrecifes. Aun así llego hasta mi habitación de la posada Almayer, aunque he de reconocer que no me siento a gusto del todo. Y sí, el mar, la playa. Y tiene razón Baricco: podría ser la perfección, un mundo que acaece y basta. Pero una vez más –escribe Baricco- es la redentora semilla del hombre la que ataca el mecanismo de ese paraíso. No sé cuánto tiempo permaneceré en la posada Almayer: quizás días, quizás horas. Pero sé que podría romper algo, estropearlo todo, y me aterra amenazar esa armonía. Además (y vuelvo de nuevo al libro de Shepard), Guadalupe ha tenido un accidente en la tierra prometida y la cosa parece grave. Una mancha de aceite, un patinazo, y hasta caer en la zanja. Al parecer, al levantarse, ha contemplado la luna, ha sumergido tres veces la cabeza en un charco de fango y ha pronunciado en perfecto castellano: “Todo el mundo”. Y todo el mundo se ha dado cita en su pesadilla: “El y Manolete volvieron a encontrarse después del accidente y Manolete le dijo que no bastaba con ser un hombre. Había que aspirar a la santidad. Le dijo que él casi lo había logrado. Un santo del capote. Jackson Pollock se reunió luego con ellos y opinó que Manolete decía gilipolleces. Que bastaba con ser un hombre. Eso era más difícil que la santidad. Además, ya hay santos de sobra. Guadalupe no sabía qué pensar. Corrió a consultar a Jimmy Dean y Jimmy se limitó a poner una expresión indecisa. Marilyn Monroe no tenía ninguna opinión al respecto. Brecht no hacía más que hablar de Alemania y la deshonra. Satchmo siguió secándose el sudor y balanceándose de un lado para otro. Janis quería más. Crazy Horse decía: ‘Pelea y muere joven’. Brian Jones tocó el arpa y no dijo nada. Dylan Thomas repitió: ‘Rebélate’. Jimi Hendrix dijo: ‘Lárgate’. Bip Bopper dijo: ‘¿Cómo?’. Johnny Ace dijo: ‘Dispara’. Y Davey Moore dijo: ‘Arrambla con todo’. Esto sí pudo entenderlo Guadalupe. Y después se tendió para descansar un buen rato”.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

BAJO EL VOLCÁN

Uno debería, en medio de su vaivén personal, proteger a la gente que ama. Uno debería entender que pertenece a un grupo de riesgo, a una comunidad extraña, y que no debería exponer su amenaza a amigos, o amantes, que deberían quedar al margen. Uno se da cuenta de ello siempre tarde, a destiempo, a contratiempo; y entonces entiende que su destino es reclusión o aislamiento; que alguien lo aparte con cuidado del curso natural de los sucesos; que nadie lo permita asomarse a la orilla de un balcón iluminado, perfecto, con luces de colores, sencillo, elegante, generoso, porque quizás no está preparado para ello; porque quizás (cuestiones de la vida) aún no lo merece. Siempre que me asomaba a la tapia del cementerio de La Recoleta, en Buenos Aires, me hacía la misma pregunta: ¿por qué no puedo estar aquí, tranquilo, disfrutando, y allí tampoco, en mi agujero, en Madrid, a más de 10.000 kilómetros de distancia? ¿Por qué no puedo vivir entre el hielo, cortante, caminando aunque tropiece y me levante, o en la tierra cotidiana de los hombres? Quizás la diosa punk del psicoanálisis tenía respuestas para ello; pero yo no estaba allí para entenderlo. Es como perder el tesoro que uno ansiaba, ilusionadamente, en apenas unos segundos; es como despertar del sueño y comprender que, en ocasiones, has actuado irresponsablemente. En busca de la ruta del descenso uno es siempre expulsado del paraíso. Necesitaría palabras para poder expresarlo, pero aún está aprendiéndolas (“Un alegato en pro de las excusas”, J. L. Austin). Y cuando debe justificar sus actos, el ángulo quebrado entre dos cuerpos que han escrito la historia más hermosa de todas las historias más hermosas, acude a la literatura (Bajo el volcán, Malcolm Lowry), y acepta el insulto humildemente (“fouk you”, señala ella, y a mí me duele el alma), o acepta el castigo con tormento; y dibuja el cuadro elemental que apenas sirve, pero que muestra al viejo explorador bajo el volcán, hundido en brasas; al hombre que persigue, confuso, y que no encuentra; al pariente lejano de Geoffrey Firmin que ha olvidado que las cosas, a veces, poseen un sentido; que ha olvidado que ella (tan sólo ella, tan sólo ella), tan linda, no merecía ese trato; que ha olvidado que la tierra, entre sollozos, es puta tierra. “De golpe las vio, las botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, los vasos, una babel de vasos —hacia arriba, como ese día el humo del tren— subidos hasta el cielo y cayendo luego, los vasos quebrados, los vasos volcados cuesta abajo por los jardines del Generalife, las botellas rotas, botellas de oporto, tinto, blanco, botellas de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas destrozadas, botellas descartadas que caen sordamente en parques, debajo de bancos, de camas, de sillas de teatro, escondidas en los escritorios de los consulados, botellas de calvados soltadas y quebradas, o vueltas trizas, arrojadas en los basureros, lanzadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, al Caribe, botellas flotando en el océano, escoceses muertos en las colinas del Atlántico —y ahora las veía todas, las olía todas, desde el comienzo mismo—, botellas, botellas, botellas y vasos, vasos, vasos, de bitter, Dubonnet, Falstaff, rye, Johnny Walker, Vieux Whiskey Blanc Canadien, los aperitivos, los digestivos, los medios, los dobles, el noch ein Herr Obers, el et Glas Araks, las botellas, las botellas, las hermosas botellas de tequila y las calabazas, calabazas, los millones de calabazas de hermoso mescal...”.