jueves, 25 de septiembre de 2008

RAZÓN DE VIVIR

“El mundo de un hombre feliz –escribió Wittgenstein- es diferente del mundo de un hombre infeliz”. Aunque la trama del asunto no cambia, aunque el guión de siempre siga escrito con sucias manchas, con letras fatigadas, el hombre feliz saca fuerzas, se eleva, y el polvo del desierto se disuelve en el aire con la dulce levedad de un suave beso. No importan los editoriales que alertan sobre el peligro eminente de una crisis económica. No importa que Hawking considere inevitable un desastre en el planeta en los próximos 100 años y un futuro de la especie humana exiliada en el espacio. La energía oscura, una misteriosa forma de energía, provoca la extensión del universo, que este se acelere; la materia oscura no puede verse, pero Hawking afirma que puede detectarse. El hombre feliz, mientras tanto, está en otra cosa. Ha tenido tiempo de pensarlo y ahora camina al margen, insolente, con la seguridad amenazante de un ángel que sobrevuela la tierra y que observa, indiferente, la absurda maldición de los mensajes. “El secreto de la felicidad –escribió Bertrand Russell- es darse cuenta que la vida es horrible, horrible, horrible”. Y el hombre feliz, mientras tanto, consciente de ello, escribe en el poema de su carne la única razón de su vivir, la única razón de su existencia. Hoguera de amor y guía, ya nada estorba al ángel, que sólo espera el momento de una señal en el tiempo para descender como un hombre, y hacerse presente, y mostrarse. Mientras tanto, la banda sonora de su vida va añadiéndose, impaciente, a ese poema. Y Víctor Heredia canta en un callejón luminoso donde un espejismo dorado anuncia la visión del paraíso: “Para combinar lo bello y la luz sin perder distancia, para estar con vos sin perder el ángel de la nostalgia. Para descubrir que la vida va sin pedirnos nada, y considerar que todo es hermoso y no cuesta nada. Para combinar, para estar con vos, para descubrir y considerar, sólo me hace falta que estés aquí con tus ojos claros…” Hoguera de amor y guía, ya nada estorba al hombre, que sólo espera el momento de una señal en el tiempo para descender como un ángel, y hacerse presente, y mostrarse.

domingo, 14 de septiembre de 2008

ASIGNATURA PENDIENTE

Están ahí, justo al lado, en las aceras del camino, orgullosos, o a ambos lados de la carretera; pero yo no conozco sus nombres. Como un estudiante perezoso que ha dejado para septiembre algunas asignaturas, yo debo ahora examinarme de esta materia. Y para ello he decido estudiar con la ayuda de Lawrence Ferlinghetti. “Jesús –escribió Ferlinghetti- se bajó de su árbol desnudo este año y se fue a refugiar silenciosamente en el vientre de una anónima María”. Con Ferlinghetti bajo el brazo cruzo la entrada del Jardín Botánico: tengo que aprender el nombre de los árboles; esta es mi asignatura pendiente. Los árboles están aquí, erguidos, silenciosos, esperando que alguien los nombre. Mi secretaria, con su infinita sabiduría, me ha prestado unos apuntes para guiarme en la tarea de entablar conversación con la naturaleza. Ella piensa que su inclinación por la naturaleza no me interesa, que me resulta intrascendente; pero ella se equivoca. Ella escribe su propio libro de filosofía en contacto con la naturaleza y así concibe la vida desde otra perspectiva, aceptando algunos tiempos, la belleza sin retoques, las tendencias, los ciclos. En un ocasión me dijo: “me produce más placer observar la madera de un árbol que un reloj de colección”. Y su confesión me recordó a Thoreau, en Walden, y su relación con la naturaleza. Thoreau escribía la naturaleza, leía la naturaleza, y así se convirtió en filósofo. Como escribe Stanley Cavell: “la lectura lo es de cualquier cosa que esté ante ti”. Y los nombres de los árboles, en manos de mi secretaria, son el libro de filosofía que ahora leo, mientras intento aprender otros nombres, mientras intento leer y escribir sobre los árboles que observo, que observan, y que me rodean. Los nombres de los árboles, en manos de mi secretaria, me transportan a un mágico lugar donde el tiempo se detiene: Palos borrachos, Jacarandaes, Tipas, Espumillas, Ceibos, Lapachos. Y los nombres de los árboles, ahora, en mis manos, son nombres de esperanza que se protegen de la ciudad y del asfalto desde el cielo azul de las alturas: Tejo, Almez, Sequoia, Roble, Plátano, Olmo. “He dormido en cien islas en donde los libros eran árboles”, escribió Lawrence Ferlinghetti. Y ahora, con la asignatura pendiente aprobada, con la lección bien aprendida, los nombres de los árboles se mezclan, orgullosos, y unimos con ellos nuestros nombres.

domingo, 7 de septiembre de 2008

LA TIERRA PROMETIDA

Cuando se lo comenté a ella, cuando le dije que había noches en que algo me obligaba a hacerlo, que había noches como tumbas negras en que debía hacerlo irremediablemente, ella se quedó inmóvil, inexpresiva, ensimismada; se quedó callada; no articuló palabra; creo que no comprendió verdaderamente la importancia de lo que yo le estaba contando. A veces, personas que han vivido juntas toda la vida se convierten, en apenas unos segundos, en verdaderos extraños, en seres inquietantes el uno para el otro, en criaturas irreconocibles. El abismo que se ha abierto entre ellos es tan profundo y tan vasta la extensión de tierra que ahora los separa, que de nada sirven ya las palabras. Para intentar alcanzar un acuerdo, para intentar la comprensión o aliviar la agonía, habría que ingeniar la posibilidad de una forma de expresión completamente nueva, un idioma improvisado, desconocido, imposible, una suma de acciones o de gestos nunca vistos. Pero aquella tarde, quizás, ya estaba todo dicho; las palabras se descolgaban cansadas y había que volver a la ceremonia de la vida, a los hechos de la vida cotidiana; había que volver a la autopista. Cuando yo le dije a ella: “¿sabes?, ahora, incluso, rezo por las noches; no sé bien a quién ni cómo, pero necesito hacerlo”, ella no entendió absolutamente nada. Y todo se acabó disolviendo entre oscuros formalismos y arañazos de tensión de un viento idiota que alborotaba recuerdos con la inútil terquedad de un ángel muerto. En sus Diarios Filosóficos (1.914-1.916), escribió Wittgenstein: “¿Dios y la finalidad de la vida? Sé que existe este mundo. Que estoy situado en él como mi ojo en su campo visual. Que hay en él algo problemático que llamamos su sentido. Que ese sentido no queda en él, sino fuera de él. Que la vida es el mundo. Que mi voluntad atraviesa el mundo. Que mi voluntad es buena o mala. Que bueno y malo, por tanto, están relacionados de algún modo con el sentido de la vida. Que podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo. Y vincular a ello la comparación de Dios con un padre. Orar es pensar en el sentido de la vida”. Quizás si le hubiese leído esto a ella, en aquel preciso momento, me habría comprendido; aunque tampoco estoy seguro. En realidad, hay cosas que no se entienden si no se viven en carne propia, si no se ha sufrido la intensidad del colapso, del abandono, del asombro. Quizás existan barreras infranqueables que hay que respetar a pesar de todo. Quizás la vida nos hace estas ofrendas, misteriosas, porque siempre acaba ofreciéndonos algo a cambio. En The Promised Land (Darkness on the Edge of Town, 1978: un disco imprescindible) Bruce Springsteen confiesa: “Señor, no soy un niño, no, soy un hombre, y creo en una tierra prometida”. El mejor antídoto contra la incomprensión de los demás está en que uno mismo pueda llegar a entenderse y a construir su propio camino. En que uno pueda reconocer su nombre, y adivinar su rostro, en el largo callejón de los encuentros rotos. En que uno tenga claro, a pesar de las palabras, o gracias a ellas, cuál es la dirección del paraíso.