domingo, 29 de marzo de 2009

EL OTRO


Quizás, como bien señala Blochiana, la cuestión que quedó pendiente, la pregunta más importante (al menos para mí) que se debió plantear para cerrar de algún modo una velada excelente, era ésta: ¿Produce el conocimiento aislamiento, extrañamiento, o es a la inversa: es el aislamiento el que lleva a la búsqueda de conocimiento en el sentido de buscar explicaciones sobre el ser humano? La pregunta provoca que yo me detenga, de nuevo, en mi propia experiencia; en esa parte de mi biografía que dejé sobre la mesa, a la vista de todos, con una urgencia evidente; en esa versión de los hechos que desvela dónde encajo o porqué no encajo; en ese hueco gramatical que se produce en ocasiones, en el encuentro con el Otro, y que hace que la comunicación se quiebre y resulte imposible entenderse. En ocasiones, uno cuenta su propia historia porque no le queda más remedio que hacerlo. ¿Cuesta entender que uno espera que alguien escuche su voz y que conteste a su voz en un lenguaje que resulte inteligible? En la biografía, además, se convocan las luces, o las sombras, del contexto; y en el contexto, además, y una vez dentro, se comprenden mejor las cosas. Y, ya puestos a hacer filosofía (algo que a mí, al menos, me queda todavía algo lejos), o acercarnos a los textos de los filósofos que verdaderamente nos interesan, ¿cómo olvidar, u obviar, el curioso equipaje de la vida, la evidente carga de confesiones que toda gran obra filosófica lleva escrita en sí misma? ¿Cómo debemos entender, por ejemplo, que Wittgenstein comience sus Investigaciones Filosóficas con una cita de las Confesiones de San Agustín? ¿No deberíamos, quizás, leer las Investigaciones como las confesiones más íntimas del filósofo austriaco? ¿Cómo no recordar a Nietzsche cuando nos dijo, dejando constancia de ello, que toda gran filosofía es la confesión de su creador y una especie de memorias involuntarias? Pero volvamos, de nuevo, a la pregunta del principio. A fin de cuentas, creo, el problema de no encajar debidamente se reduce a una perspectiva de “contextos”. En su comentario, Blochiana me aconseja que, la mejor manera de eliminar esa terrible sensación de no encajar en determinados situaciones, es el deseo de comprender al Otro. El extrañamiento sólo se produce cuando uno busca que le comprendan; pero cuando uno busca comprender al Otro siempre encaja, siempre tiene un lugar asegurado, aunque sea el de “comprendedor”. El problema, creo, se produce cuando uno se encuentra en el lugar equivocado, o trata de jugar a un juego con un interlocutor que desconoce las reglas del mismo, o quiere jugar a determinado juego de lenguaje en un grupo que está claramente jugando a otro juego. Uno mismo, en estas circunstancias, se convierte en un extraño, rodeado de extraños por todas partes. Y uno debe, entonces, encontrar el contexto adecuado o, de lo contrario, estará perdido. Cuando uno se pone en camino, desde la extrañeza más absoluta, el descubrimiento del Otro no deja de ser un asunto bastante complicado. Deleuze y Guattari, en ¿Qué es la filosofía?, describen una imagen bastante sugerente de este asunto: “Procedamos sucintamente: consideremos -nos dicen Deleuze y Guattari- un ámbito de experimentación tomado como mundo real ya no con respecto a un yo sino a un sencillo 'hay'... Hay, en un momento dado, un mundo tranquilo y sosegado. Aparece de repente un rostro asustado que contempla algo fuera del ámbito delimitado. El Otro no se presenta aquí como sujeto ni como objeto, sino, cosa sensiblemente distinta, como un mundo posible, como la posibilidad de un mundo aterrador. Ese mundo posible no es real, o no lo es aún, pero no por ello deja de existir: es algo expresado que sólo existe en su expresión, el rostro o un equivalente del rostro. El Otro es para empezar esta existencia de un mundo posible. Y este mundo posible también tiene una realidad propia en sí mismo, en tanto que posible: basta con que el que se expresa hable y diga 'tengo miedo' para otorgar una realidad a lo posible como tal (aun cuando sus palabras fueran mentira)”. Y creo que, a partir de esta imagen sugerente, podemos inferir que, como bien señala Blochiana, comprender al Otro es siempre una fuente de sorpresas y algo verdaderamente fascinante; pero también, me temo, que podemos estar ante un tipo de conocimiento, o de saber, que también nos enfrenta a la posibilidad inquietante del rechazo; del rechazo del Otro o del propio rechazo. Porque los mundos posibles, frente a frente, al descubierto, pueden comportarse como un problema de difícil solución; y, como mundos en conflicto, o laberintos sin salida, acabar en el desencuentro y en la perplejidad del enigma. Hablar un mismo idioma, compartir determinada sensibilidad, no es siempre posible. Y el conocimiento adquirido, la energía del conocer que provoca, en ocasiones, situaciones de aislamiento, es el riesgo que se debe aceptar cuando uno ha elegido qué quiere hacer con su vida. La pregunta a responder ahora, creo, llegados a este punto, sería la siguiente: ¿Qué busca un hombre, o una mujer, cuando ha decidido que el camino a transitar es el de la filosofía, el del amor a la sabiduría, el del conocimiento? Y supongo que cada cual tendrá su respuesta para esta pregunta, porque no existe una sola 'filosofía' sino innumerables escuelas filosóficas; porque no existe una única respuesta, sino la posibilidad infinita de respuestas. Y mi respuesta a esta pregunta, por ejemplo (y así quizás se entenderían determinadas cuestiones) sería ésta: yo busco cambiar mi propia forma de pensar; un cambio profundo en el modo de vivir; una perspectiva completamente diferente de entender el mundo; una visión distinta de la realidad. Y encajar consiste en compartir cierta comunidad de espíritu o, como dijo Wittgenstein en cierta ocasión, al hecho de tener (cualquiera de los mundos posibles: yo, tú, o el Otro) el mismo sentido del humor. “Téngase en cuenta -escribe José María Ariso, en Wittgenstein o mirar a los ojos- que Wittgenstein consideraba el humor no como un estado de ánimo, sino como una visión del mundo; y es que cuando un grupo de personas comparten el mismo sentido del humor cabe esperar que reaccionen correctamente entre sí, de modo que pueden surgir costumbres como la de arrojar una pelota para que otro la atrape y la devuelva. Así, alguien que posea un sentido del humor distinto puede guardarse la pelota en el bolsillo, por lo que en tales casos no se adivina el gusto del otro y se pierde la sintonía que se aprecia en aquellos que comparten un mismo sentido del humor: de ahí que diga Wittgenstein que la simpatía espontánea (die spontane Sympathie) es esencial para nosotros”. ¿Produce el conocimiento aislamiento, extrañamiento, o es a la inversa: es el aislamiento el que lleva a la búsqueda de conocimiento en el sentido de buscar explicaciones sobre el ser humano? ¿Y si te lanzo mi pelota, ahora, en este preciso momento, y descubro, o desvelo, si ambos estamos jugando a un mismo juego?

domingo, 22 de marzo de 2009

SABIDURÍA


Antigüedad extraña. Cuesta trabajo imaginar que ese tiempo haya existido; pero somos los hijos, desterrados, de ese tiempo. Un tiempo que, como un templo en ruinas, nos ofrece luces y sombras. Un tiempo como un mundo, o un misterio, que se pierde en el mundo y en el tiempo. Si en verdad procedemos de ese mundo, como sugieren las ruinas, como hemos decidido imaginarnos, ¿qué ha quedado en nosotros de esa herencia? ¿Qué perdimos cuando llegó el declive, la decadencia, y se quebraron los ecos, violentos, del dios avieso que dominaba en el templo? Entonces, Apolo se manifestaba con la hostil amenaza de su arco y la dulce indulgencia de su lira; la muerte y la belleza en la palabra de un dios temible que mostraba la armonía, en sus dos caras, al ensueño terrenal de la apariencia. Pero era la Sibila, a través del dios, la que hablaba a los hombres. Y como bien sabía Heráclito, les hablaba “con boca insensata”. La Sibila decía “cosas sin risa, ni ornamento, ni ungüento”. Y en ese mundo extraño los hombres aprendían que adivinación y locura eran reglas de un mismo juego; y que adivinación y locura expresaban el enigma. Así lo describe Giorgio Colli en El nacimiento de la filosofía: “Si la investigación sobre los orígenes de la sabiduría conduce a Apolo, y si la manifestación del dios en esa esfera se produce mediante la ‘manía’, en ese caso habrá que considerar la locura intrínseca a la sabiduría griega, desde su primera aparición en el fenómeno de la adivinación”. No hay motivos para negar que así hayan sido las cosas, porque así las pensamos ahora. No hay motivo para pensar que los dioses ya no hablan, ahora, en nuestros días, aunque sólo lo hacen a unos pocos. A los hombres modernos los dioses les parecen un estorbo, aunque algunos escuchan sus palabras y se espantan; o las traducen con signos a un inefable poema; o enmudecen para siempre con la mirada perdida y la cruel desgarradura de una sonrisa. Aunque, como más tarde afirmará Platón, en el Timeo, “sólo a quien es cuerdo le conviene hacer y decir lo que le concierne, y conocerse a sí mismo. De esto se deriva la ley de erigir al género de los profetas en intérpretes de las adivinaciones inspiradas por el dios”. Locura adivinatoria y palabra profética: artes divinas que el dios otorga a la insensatez humana. Cuesta trabajo creer que así hayan sido las cosas, pero así pensamos en ellas. Y al evocarlas, de la mano del filósofo que pasea entre las ruinas y nos muestra, paciente, la estela inquietante del jeroglífico curvo, comenzamos el camino que nos conduce a la sombra o a la llama que ilumina lo que aún queda de ella. “La señal del paso de la esfera divina a la humana –concluye Colli- es la oscuridad de la respuesta, es decir, el punto en que la palabra, al manifestarse como enigmática, revela su procedencia de un mundo desconocido”.

domingo, 15 de marzo de 2009

SAPERE AUDE: ¿EL SABER ES PELIGROSO?


“Tengo una imagen en mente –escribió Wittgenstein-, no puedo apartarla de mi mente”. Y también: “Algo me obsesiona, no puedo dejar de pensar en eso”. Unos amigos me plantean la siguiente pregunta: ¿El saber es peligroso? Y yo no encuentro motivos, en un principio, para encontrar el peligro, pero me temo que hay algo que no acaba de encajar como es debido. Primero, me imagino, para contestar a la pregunta, debería plantearme los usos posibles de la palabra peligroso. Por ejemplo: ¿Es peligroso lanzarse en paracaídas o practicar el alpinismo? ¿Resulta peligroso mirar al sol, durante horas, o apenas unos minutos, sin apartar la vista? O, también, supongo, imaginar para qué o para quién puede resultar el saber peligroso. ¿Peligroso para la comunidad a la que he otorgado mi consentimiento? ¿Peligroso para el Poder, siempre en la sombra? ¿O peligroso, precisamente, para aquel que piensa? Y quizás ya hemos llegado a la imagen que, como Wittgenstein, tengo en mente; y quizás ya hemos llegado hasta la imagen que tanto me obsesiona. Pero antes, entiendo, debería de intentar elucidar qué clase de saber nos proporciona la filosofía. En ¿Qué es la filosofía? Deleuze y Guattari responden a esta pregunta de la siguiente manera: “la filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar conceptos”. Y entonces yo podría preguntar: ¿pueden los conceptos llegar a ser peligrosos? Pero estaría volviendo de nuevo al principio, con los bolsillos vacíos, y no habría avanzado nada. No obstante, estaría más cerca de la imagen que me obsesiona si vuelvo a Wittgenstein y trato de comprender una de sus parábolas más enigmáticas sobre la naturaleza del filosofar: “Si me siento inclinado a suponer –escribe Wittgenstein- que un ratón surge por generación espontánea a partir de harapos grises y polvo, estará bien que acto seguido examine meticulosamente esos harapos para ver cómo pudo esconderse en ellos un ratón, cómo pudo llegar allí, etc. Pero si estoy convencido de que un ratón no puede surgir de estas cosas, entonces quizás esta investigación sea superflua. Pero debemos primero aprender qué es lo que en filosofía se opone a semejante examen de los detalles”. Juego de la extrañeza y extrañeza del juego. Stanley Cavell, al referirse a la parábola de Wittgenstein, añade: “Es un examen que expone las convicciones propias, el sentido que uno tiene de lo que debe y de lo que no puede ser el caso; por tanto requiere la derogación del sentido que se tenga de necesidad, para descubrir necesidades más verdaderas. Para hacerlo así, he de adentrarme en el estado mental donde me siento ‘inclinado a suponer’ que es posible que esté ocurriendo algo que tengo por imposible. Lo que significa que he de hacer el experimento de creer lo que tengo por prejuicios, y considerar la posibilidad de que mi propia racionalidad no sea más que un conjunto de prejuicios. Es preciso que esta actividad constituya una perspectiva dolorosa”. Y llegados a este punto yo podría preguntar, a mi vez, una cuestión que considero, ahora, oportuna: ¿Es peligroso el dolor que acompaña a la lucidez, al saber, a la sabiduría? O dicho de otra manera: ¿Son peligrosos los riesgos que se corren cuando, pensando al límite, o desde el limite, nos asomamos al borde del abismo? Para la prevención de estos riesgos el hombre moderno consume drogas variadas y excelentes placebos. “Ser tonto y tener trabajo; he ahí la felicidad”, que decía Gottfried Benn. Pero yo no quiero ser tonto, yo no quiero la felicidad del tonto, yo quiero la mayoría de edad, yo quiero correr el peligro. Aunque he de reconocer que, en ocasiones, atormentado y confuso, he llegado a estar de acuerdo con Cioran cuando escribe: “Ser, existir, vivir, nada más... No deberíamos pensar tanto, los que lo hacemos y los que no, felices ellos porque de ellos es el reino de la felicidad y la ignorancia (eternas compañeras)”. Pero volvamos de nuevo al principio y a esa imagen que tanto me obsesiona. Si en la tarea filosófica pongo en cuestión mi propia racionalidad, ¿no estaré corriendo un grave peligro? ¿Y qué conceptos, y preceptos, encontraré a lo largo de mis investigaciones? Y yo me pregunto, inquieto: ¿conseguiré estar siempre a salvo? En La locura de Nietzsche, Georges Bataille extrae la piedra secreta que juega en el enigma de la mente; y llega al final de estos apuntes para mostrar que el peligro no es sólo una cuestión de perspectiva; y que quien quiera saber, y encontrar su propia voz entre la voz de todos, ya sabe también a qué se expone. “El 3 de enero de 1889 –escribe Bataille-, Nietzsche sucumbía a la locura: en la plaza Carlo Alberto de Turín se arrojó sollozando al cuello de un caballo apaleado, y luego se desplomó; creía, al despertar, ser DIONISO o EL CRUCIFICADO. Este acontecimiento debe ser conmemorado como una tragedia. Cuando lo que está vivo –decía Zaratustra– se da órdenes a sí mismo, es preciso que lo que está vivo expíe su autoridad y sea juez, vengador y VÍCTIMA de sus propias leyes”. ¿Es la extracción de la piedra de locura, ahora a la vista de todos, el acto que desvela el jeroglífico? “El que comprendió alguna vez –concluye Bataille- que solamente la locura puede llevar a su término al hombre, se ve conducido lúcidamente por ello a elegir –no entre la locura y la razón– sino entre la impostura de ‘una pesadilla que justifica los ronquidos’ y la voluntad de darse órdenes a uno mismo y de vencer. Ninguna traición de lo que haya descubierto como destello y desgarro en la cumbre le parecerá más odiosa que los delirios simulados del arte. Porque si es cierto que debe convertirse en la víctima de sus propias leyes, si es cierto que el cumplimiento de su destino exige su pérdida –en consecuencia, si la locura o la muerte tienen a sus ojos el brillo de una fiesta–, entonces el amor mismo de la vida y del destino quiere que cometa antes que nada en sí mismo el crimen de autoridad que expiará. Es esto lo que exige la suerte a la cual lo vincula un sentimiento de riesgo extremo”. Tengo una imagen en mente, no puedo apartarla de mi mente. Algo me obsesiona, no puedo dejar de pensar en eso. Juego de la extrañeza y extrañeza del juego. Aunque, a decir verdad, ¿a qué juego estoy jugando yo ahora? ¿Es peligroso lanzarse en paracaídas o practicar el alpinismo? ¿Resulta peligroso mirar al sol, durante horas, o apenas unos minutos, sin apartar la vista? “Dígales que mi vida ha sido maravillosa”, le dijo Wittgenstein, poco antes de morir, a la Sra. Bevan, su cuidadora. De la misma manera, y conociendo su biografía, creo que Wittgenstein bien le podría haber dicho: “Dígales que mi vida ha sido muy peligrosa”.

domingo, 8 de marzo de 2009

LA TORRE


Aquello que me intriga parece no tener principio; aquello que me apasiona se alimenta de mi alegría, pero convoca al miedo. La extrañeza es una técnica imprecisa de aprehender el mundo; una sombra misteriosa que se apodera del mundo. Un mundo de objetos extraños habitado por criaturas extrañas. Un mundo inconmensurable donde lo extraño es lo común y lo común es lo extraño. ¿Has intentado, en alguna ocasión, entablar conversación con un desconocido? ¿Y regalarle flores a esa mujer que está a tu lado y que fuma en silencio el humo solitario de un recuerdo? Deberás acostumbrarte a experiencias como éstas, absurdas, y a otras experiencias parecidas. Cuando comienzas a investigar ya estás perdido, pero nadie impedirá que seas testigo. Luego, confesarás haber vivido y haber conocido, al menos, la magia inquisitorial o el fuego venenoso de un concepto. Y toda tu investigación se establecerá de tal modo que, como sugiere Wittgenstein, ciertas proposiciones, una vez formuladas, quedarán al margen de la duda; permanecerán en los márgenes del camino que recorre la investigación, extrañas, esperando que alguien las reclame. Como en La torre, de Leandro Erlich, unos miran desde abajo y sonríen divertidos ante el juego desconcertante de los espejos; la instalación confirma que los espacios comunes son los lugares apropiados para la investigación de lo extraño. La torre de Leandro Erlich es un edificio de pisos que funciona como un enorme periscopio. Y, una vez dentro, el sentido de la orientación desaparece, y lo que antes parecía vertical (un alto edificio decorado como un bloque de apartamentos) se convierte ahora en una caja horizontal que se asemeja a un pasillo. En la caja, las criaturas extrañas flotan, como astronautas, desafiando la ley de la gravedad. Pero tú bien sabes que se trata tan sólo de un juego, de un simulacro de espejos, y que el juego termina cuando se acaban los juegos. Cuando abandonas la torre tienes la sensación de haber asistido a una antigua atracción de feria. Y, aunque aún conservas la extrañeza, sabes que, en realidad, donde se desorienta la percepción es afuera, lejos del simulacro, en la vida. Y que no necesitas espejos, ni simulacros, para saber que lo extraño se refleja. Y que debes seguir explorando, indagando, investigando, porque algo no encaja, o es mentira.

domingo, 1 de marzo de 2009

MARGINALIA

Como yo no soy un profesional de la materia, ni tengo responsabilidad alguna sobre el tema, ni, afortunadamente, pertenezco a la compleja y solemne comunidad de las Letras, puedo permitirme determinadas licencias. Sacar las cosas de quicio, o fuera de contexto, o suponer que es posible que esté ocurriendo algo que tengo por imposible, practicando la derogación del sentido de lo ordinario, siempre me ha permitido cierta visión marginal de las cosas. Y este es un placer secreto, y una adicción ingenua, que me proporciona momentos de intensidad indescriptibles. ¿Por qué debería privarme de continuar jugando a este juego, a esta manera tan poco habitual de acercarse a los asuntos? ¿Por qué se trata de confesar, o de descubrir, a pesar de lo que parecería prudente, y pasando por alto las señales que anuncian el peligro, necesidades más verdaderas? Pero hoy estoy escribiendo sobre una cuestión bastante trivial, intrascendente. Y tan sólo se trata de responder a la pregunta de cómo y porqué ordeno mis palabras, mis libros, mi biblioteca. Y comparar después este orden privado con la clasificación, y disposición, a la que me enfrento cada día cuando intento encontrar un libro en algunas de las grandes librerías de Madrid que habitualmente frecuento. Y sí, de acuerdo, posiblemente esté escribiendo una gran tontería. Aunque, como dice Clancy Chassay, el niño Wittgenstein, al principio de la película de Derek Jarman: “Si la gente no hiciera tonterías de vez en cuando, nunca se haría nada inteligente”. Al parecer, un bibliotecario llamado Melvil Dewey creó, en 1876, un sistema numérico decimal para organizar los libros de la biblioteca escolar en la que trabajaba, el llamado “Sistema de Clasificación Decimal Dewey”. Dewey dividió el conocimiento en diez grandes categorías: Generalidades, Filosofía, Religión, Ciencias Sociales, Filología, Ciencias Naturales, Técnica y Ciencias Prácticas, Arte y Literatura e Historia. Y cada cifra puede subdividirse muchas veces para lograr identificar claramente cada materia. De esta manera, debió de pensar Dewey, se pueden organizar los libros en las estanterías, de forma que todos los que traten sobre una materia específica queden ubicados en el mismo lugar. Supongo que las grandes librerías que yo visito utilizan un sistema parecido al de Dewey, aparte de situar los libros en base también a criterios tan banales como el económico (Novedades, Best Sellers, etcétera) o el, a primera vista, mucho más practico de organizarlos por Editoriales o Colecciones. Mi problema comienza cuando comparo este sistema con el que yo empleo en mi biblioteca o cuando intento adquirir un libro siguiendo mis propios criterios personales. Alguien podría pensar que he perdido el norte del todo o que me he vuelto completamente loco; la gente sabe muy bien cómo funciona el mundo, ¿para qué buscarle tres pies al gato? Pero también podríamos estar ante cierta patología inofensiva que nos informa de un hueco gramatical de enorme importancia. Algunos de mis poetas preferidos, por ejemplo (Wittgenstein, Cioran, Camus, Beckett), no se encuentran nunca en la sección de Poesía y sí descansan allí los libros de poetas cuyos versos, como bien señala Juan Goytisolo en su Homenaje a José Ángel Valente, harían enrojecer de vergüenza al versificador más novato o humilde en cualquier otro país. Las mejores novelas policíacas que he leído en mi vida, las del siciliano Leonardo Sciascia, por supuesto, se encuentran desterradas de la sección de Novela Policíaca y sólo puedo acceder a ellas si me acerco hasta la interminable sección de Literatura Extranjera. Y dos libros que considero imprescindibles para comprender conceptos como fe, milagro, creencia, infierno y paraíso, es decir: Fútbol, una religión en busca de Dios, de Manuel Vázquez Montalbán, y Dios es redondo, del mexicano Juan Villoro, no los encuentro nunca en el apartado reservado a Religiones y debo seguir buscando en extrañas estanterías inexploradas. La otra tarde, por seguir con los ejemplos, cuando estaba repasando las novedades de la sección Filosofía me encontré con un pequeño librito de “autoayuda”. Y yo me pregunté al momento, ¿qué diablos hace aquí este libro? ¿Qué demonios tienen que ver la “autoayuda” y la filosofía?. El librito en cuestión (Nietzsche para estresados, 99 píldoras de filosofía radical contra las preocupaciones, de Allan Percy) plantea la aplicación práctica del pensamiento del filósofo del eterno retorno a entornos y situaciones del día a día, tanto para el mundo de la empresa como para el ámbito personal. Allan Percy es experto en coaching y en manuales de superación personal. A pesar de todo, he de confesar que me hice con un ejemplar del libro y que, para acabar de completar el cupo de tonterías de esta semana, pienso leerlo. Me imagino introduciendo a Nietzsche en las reuniones de empresa, en el mundo de los valores mercantiles y de la crisis económica, y se me saltan las lágrimas de risa; pero es una risa histérica, no se confundan. A mí, lo que verdaderamente me gustaría es amontonar mis libros en un viejo almacén abandonado, lejos de casa, esparcidos por el suelo, sin orden, consumidos por el polvo. Cada libro que poseo es una parte de mi propia vida, cuenta mi propia historia, y desearía que descansaran así, todos revueltos. Así, al intentar encontrar alguno, poder seguir jugando al juego de los encuentros casuales o al juego de las asociaciones libres. Y cuando me alcanzara, tras haber encontrado el libro correcto, el inevitable rayo del arrepentimiento (escribo tonterías, hago tonterías, y luego me arrepiento) poder leer en voz alta el pensamiento de Frank Bascombe (Richard Ford, El periodista deportivo) completamente convencido: “... déjenme que les diga una sola cosa: si escribir de deportes enseña algo, y en esto hay tanto de verdad como de mentira, es que, para que la vida valga la pena, tarde o temprano hay que enfrentarse a la posibilidad de sentir un terrible y doloroso arrepentimiento. Pero hay que intentar evitarlo o uno echaría a perder su vida. Creo que yo he conseguido esas dos cosas, me he enfrentado al arrepentimiento y he evitado la ruina. Y todavía estoy aquí para contarlo”.