domingo, 28 de diciembre de 2008

DE DONDE NO SE VUELVE


Hubo un tiempo del riesgo y del conocimiento; o un tiempo del conocimiento y de la experiencia; o un tiempo de la experiencia y del abismo; del abismo, sí, posiblemente del abismo. Hubo un tiempo en que los hombres se enfrentaron a los dioses convencidos de que su empuje vital era invencible, de que eran poderosos, y de que estaban a salvo, al abrigo de la intemperie, como leones de piedra, duros y orgullosos, como gallos de pelea, y de que nada malo podía sucederles. A ese tiempo, algunos, por precaución, no regresan nunca; o no tienen fuerzas o no lo consideran oportuno. Otros, regresan en un ejercicio de memoria, hacen las cuentas, y juntan al azar lazos y cuerdas, crisálidas de sal y sucias vendas, licores de metal y flores secas; para escapar de allí a manotazos cuando el recuerdo se les hace insoportable, cuando la soga aprieta; para olvidar aquello en lo posible, y regresar a casa, a la costumbre, y desandar el camino recorrido, o lo que queda, como quien miente y se libera y luego escupe. Otros, en cambio, como Alberto, creen que, de ese lugar sin nombre, de ese lugar del riesgo, de la experiencia y del desastre, nunca se vuelve. Que ese lugar terrible, salvaje, que ese lugar de donde no se vuelve, es el lugar donde se habita. Y desde ese lugar, Alberto, nos relata el cuento de una herida desgarradora y abierta, de una herida física y simbólica, donde figuras y rostros y paisajes se hunden en el fondo misterioso de la imagen, de la fotografía, y se nos muestran callados como testimonio irrefutable de una historia, como prueba incuestionable del delito, en un aliento tan denso, tan crudo, y tan absurdo, que sentimos que miramos y nos miran, en una novela del tiempo donde el fotógrafo, Alberto, perseguidor de imágenes, nos cuenta la historia de su entorno, del instante, y los personajes del cuento se muestran imperturbables y quietos. “Una forma de ver –nos dice Alberto- es una forma de ser”. “Todos tenemos heridas, cerrarlas es cosa nuestra. Lo que sí creo es que gracias a mis fotos, me he liberado de ir al psiquiatra”. “Las fotos –concluye Alberto- son los ojos del narrador de un cuento”. Aunque, como todos ya sabemos, a los dioses del averno estas cosas del mundo les resbalan. Pero los dioses de entonces (de los que nos habla el cuento), aquellos héroes o locos que construyeron un mundo como aspirantes a dioses, y lo habitaron, eran divinidades sutiles cubiertas de asfalto y de diamante, fugaces dioses humanos hechos de sangre y de carne. Y por ahí se les iba la vida, o les llegaba en oleadas nerviosas de velocidad y humo, les inundaba los cuerpos, o en agujas hipodérmicas manchadas que inoculaban en sus ojos el virus del sueño de la avispa. Y Alberto vivió como ellos, entre ellos, como uno más, y tomó fotografías. Y Alberto ahora nos lo cuenta. Un personaje más entre otros personajes, en un viaje interior, introspectivo. Y tenemos que mirar para entenderlo. Y tenemos que pararnos en el centro para intentar comprender por qué nos miran y, sobre todo, a quién estamos mirando. ¿Quién mira a quién –nos preguntamos-; quién es quien mira, y cómo, y dónde se acaba la mirada? Y tenemos que parar para entender la mirada asesina de la ausencia. Y la crónica anunciada de una muerte entre luces, y destellos, y apariencias. “La magia de la vida –añade Alberto García-Alix- es el encuentro”. Y en el largo y sombrío poema que escuchamos, en ese montaje visual o película donde la voz de Alberto retumba metálica, en esa sala oscura de la que huiríamos, quizás, si hubiese una salida, el encuentro es el encuentro decisivo, el encuentro es el recuento y la memoria: “Bailar con dragones de color dorado”. “Morfina... Pentazocina. Palfium. Dolantina. Pentapón. Sosegón... Ampollas de Clorhidrato mórfico... Heroína... El limbo que antecede al infierno”. “Éramos jóvenes. Ingenuos. Irreverentes. Inquietos. Agitadores... Creativos... ¡Larga vida al Rock ‘n’ Roll!”. Y esa sentencia desnuda que bendice la confesión y que nos deja desnudos en la sala tenebrosa, aterradora y oscura: “El primero en morir fue mi hermano Willy y la primera en nacer fue su hija Nuria. Una lección magistral de vida”. No se puede, así, escapar del cuento, y de la magnífica y deslumbrante obra de Alberto García-Alix, porque en este trayecto de ida y vuelta algo se hace nuestro, y nos inquieta, algo nos hace suyo, y nos posee. “De donde no se vuelve” es la confirmación de que algo, allí, siempre te espera. De donde no se vuelve es la experiencia del Arte, con mayúsculas, que exige la comprensión, el viaje, la soledad y el silencio. Arte de la verdad y verdad del Arte. Vida de la verdad y verdad de la vida.

lunes, 15 de diciembre de 2008

RAYUELA, HOY

¿Cómo se vuelve a un libro, a un libro importante, después de tantos años? ¿Qué hace que uno vuelva, justo ahora, en este preciso momento? ¿Qué sucede cuando todo, el mundo, y el lector, y el libro, han cambiado? Rayuela, hoy. Tenía que llegar tarde o temprano. Tenía que llegar porque este libro ya me estaba esperando, como sólo esperan los libros; y era sólo cuestión de tiempo. Vuelvo a saltar ahora, de casilla en casilla, y empujo la piedrecita, impaciente, desde la tierra al cielo. ¿Cuántos ejemplares tengo de este libro, dispersos como cometas, en el exilio de mis libros? Cuando leí Rayuela, a finales de la década de los 70’, yo tenía los bolsillos casi vacíos; pero hoy los tengo llenos, llenos de piedras. Y estas piedras son como marcas o etiquetas, como lápices de cera que dibujan concordancias, uniones, adherencias, y que me hacen girar la cabeza hacia esa obsesión que me llama, insistente, cercana; que me llama y que reclama mi presencia. El profesor mexicano Pedro Gurrola me presta su caja de herramientas: Wittgenstein en Cortázar y Elizondo, Cuadernos Hispanoamericanos. Y gracias a él, y a su trabajo, enlazo dos planetas que se encuentran. Escribe Gurrola: “En el caso de Cortázar el interés por Wittgenstein se hace explicito en Rayuela (1963), en donde se le menciona en dos ocasiones, una en el capítulo 28 y otra en el 99. En ambos casos el nombre de Wittgenstein surge en el contexto de discusiones que giran alrededor de las relaciones entre lenguaje y realidad. En algunos momentos de estas discusiones podemos percibir claramente ecos del Tractatus. Por ejemplo, en el capítulo 28 se habla del fracaso de toda tentativa de explicación metafísica, pues ‘para definir y entender habría que estar fuera de lo definido y lo entendible’, lo que nos recuerda una de las afirmaciones centrales del Tractatus: la filosofía no puede ir más allá de los límites del lenguaje y éste no puede hablar del sentido del mundo, pues el sentido del mundo tiene que residir fuera del mundo (Tractatus, 6.41). En ese mismo capítulo se aborda la cuestión del solipsismo y de la imposibilidad de acceder a la realidad del otro. Oliveira niega que podamos asegurar la existencia de una realidad única, válida para todos, pues cada individuo es un ser esencialmente incomunicado con los demás. Un aislamiento que sólo podría romperse si pudiésemos percibir la realidad desde el otro: ‘si al mismo tiempo pudieses asistir a esa realidad desde mí o desde Babs, si te fuera dada una ubicuidad, entendés, y pudieras estar ahora mismo en esta misma pieza donde estoy yo y con todo lo que soy y lo que he sido yo y con todo lo que es y ha sido Babs, comprenderías tal vez que tu egocentrismo barato no te da ninguna realidad válida’. Aunque la discusión no está inspirada exclusivamente en ideas de Wittgenstein, la insistencia en que dicha incomunicación se debe a una insuficiencia del lenguaje, del que ‘hay que desconfiar, si uno es serio’, parece corresponder a una lectura negativa de la proposición 5.6 del Tractatus: Que el mundo es mi mundo se muestra en que los límites del lenguaje (del lenguaje que sólo yo entiendo) significan los límites de mi mundo’”. Como era lógico, yo busco enlaces ciertos; ahora es ésta mi tarea. “Pagés Larraya –concluye Pedro Gurrola- lo resume en la afirmación de que ‘para entender a los axolotl, no hay otra alternativa que ser axolotl’”. Y Wittgenstein, por si quedaban dudas: “si un león pudiera hablar, no lo podríamos entender”. Ahora aún me sorprendo al recordar que Cortázar comenzó a redactar Rayuela, sin un plan preciso, precisamente en el capítulo 41, justo a la mitad del libro, en el capítulo dedicado a los “tablones”. Y yo comienzo la lectura de Rayuela por este mismo capítulo, y me imagino enderezando clavos, como Horacio Oliveira, sin saber a ciencia cierta si hace calor o hace frío. Me imagino alcanzando mi viejo tablón de cedro, de una ventana a otra, de este lado al otro lado; y sueño que, en la ventana de enfrente, un axolotl me espera, con su tablón de pino, y que aún podemos juntarlos; y que hablamos el mismo idioma, y que me lanza los clavos, los signos, la yerba; y que se muestra desnudo sobre el viento transparente del abismo. Un axolotl dorado, de letras rubias, y un axolotl perplejo, curioso, renacido. Y vuelvo a leer Rayuela como puente o como juego; y empujo la piedrecita, inquieto, de casilla en casilla, de un lado al otro lado, desde la tierra al cielo.

domingo, 7 de diciembre de 2008

EN EL CAMINO


Nada es eterno. Todo tiene una duración determinada. Expreso un deseo, en un instante, en el andén del metro, y éste estalla, al momento, hecho pedazos. “Debemos buscar un equilibrio –le digo-, descansar de todo. Si no, corremos el peligro de volvernos locos”. Pero no recorro ni tan siquiera un par de estaciones, un par de etapas, y volvemos como al principio. Y encontramos que no se está tan mal, después de todo; y no queremos descansar, nada de nada; y vuelve este juego misterioso, e intercambiamos dardos, flechas, y nos volvemos locos. Más tarde, me regala una caja envuelta en papel de regalo; dentro de la caja, unas palabras, y una fotografía de Springsteen. ¡Quién sabe! Quizás Springsteen sabe qué diablos nos traemos entre manos. En Blinded by the light, Bruce Springsteen confiesa: “Fue cegado por la luz. Se soltó como un diablo, otro corredor en la noche. Cegado por la luz. Mamá siempre me dijo que no mirara al sol. ¡Oh, mama, pero ahí es donde te lo pasas bien! ¡Oh, sí, cegado!”. Expresar un deseo al instante y que éste estalle, de pronto, hecho pedazos. La realidad es un mucho más compleja de lo que yo me temía. Las cosas son más complicadas de lo que podemos conjeturar, o imaginar, mientras seguimos en el camino. En el camino, no puedes aventurar qué será de la lluvia que mojará con fuerza tu cazadora de cuero; qué será de la chica que te dejará desnudo cuando cruces la autopista; qué sendero deberás tomar, para no extraviarte, en el cruce de caminos. Porque nada es eterno. Porque todo tiene una duración determinada. Y no puedes quedarte quieto, o dormirte, o echarte a un lado. Quizás en el equilibrio encontrarías el descanso y hallarías la respuesta. Quizás en la locura te quedes ciego, pero dicen que es divertido.

jueves, 4 de diciembre de 2008

LA PALABRA ERRANTE

Imagina que alguien te dice “te necesito” y que tú no tienes a tu alcance los medios necesarios para administrar este argumento. Imagina que te alcanza una sensación de impotencia, de fracaso, de miedo, y que la búsqueda de la felicidad, entonces, se te antoja una entelequia, un sueño. Tú deberías contestar en el acto, con calma, porque el caso lo requiere, pero no encuentras las palabras. ¡Palabras! A la novela de tu vida parece que se ha asomado Cormac McCarthy, que él está escribiendo ahora tu historia; y las reflexiones filosóficas brotan sobre el lecho humeante del desierto; los jinetes echan pie a tierra y pasan en silencio entre los cadáveres de los argonautas; peregrinos anónimos entre las piedras con sus terribles heridas; las vísceras saliéndoles de los costados y sus torsos desnudos erizados de flechas. No, no es éste país para viejos, ni filósofos, ni poetas. Un criterio es una norma, un juicio o un discernimiento para conocer la verdad. El escepticismo es la desconfianza o la duda de la verdad o eficacia de algo, la convicción de que la verdad no existe o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla. Si toda escritura es autobiográfica (y esta lo es, sin duda), la palabra es errante. Podemos jugar a un juego con Wittgenstein: “Imagina que en un relato sustituimos cada décima palabra por la palabra ‘mesa’. Y ahora imagina que en algún lenguaje una palabra tuviera el uso que la palabra ‘mesa’ tiene en esta historia. ¿Cómo podríamos describir el uso de semejante palabra errante? ¿O qué significaría ‘Enseñar a alguien el uso de esta palabra’?”. Sólo quien conoce la importancia que tiene para mí el concepto de juego puede entender estas cosas. Se juega, siempre, en la extrema complejidad de la vida humana. Si a la amenaza del escepticismo se le suma la constatación de la contradicción, el asunto se complica. “La vida misma existe –escribe Eugenio Trías- y es en virtud de la contradicción. Allí donde hay contradicción hay fuerza vital. La contradicción es el signo mismo de lo viviente, de lo que está plenamente vivo. Y se halla en este sentido en las antípodas de la identidad”. “Yo, otro”, como escribe Imre Kertész, en Viena, buscando a Wittgenstein, que ya no está en Viena, en esa crónica del cambio que se pregunta si el yo es algo inamovible, o si está sujeto al cambio. Que se pregunta si no es, más bien, un fluir constante. Que reflexiona acerca de las transformaciones que afectan a las fibras más profundas del individuo. Que nos muestra un yo anterior, perdido, y que intenta comprender los cambios que éste ha padecido tras sus vivencias y sufrimientos. “Una dedicación excesiva al pensamiento –escribe Kertész- nos vuelve o infelices o místicos. Decir que el mundo no puede entenderse por el mero hecho de ser incomprensible es diletantismo. No entendemos el mundo porque no es esa nuestra tarea en la tierra”. Pero, entonces, ¿cuál es nuestra tarea en la tierra? Imagina que alguien te dice “te necesito” y que tú no contestas. ¿Cómo podrías volver a mirar tu rostro en el espejo? ¿Cuánto tiempo aguantarías en tu cuerpo y cómo vivirías con esa sensación de extrañeza? ¿Como un autómata? Y sí, los dos polos irreconciliables: una instancia prescriptiva (y vuelvo de nuevo a Trías) que no puede relativizarse (y aquí nos encontraremos con los criterios y con la amenaza del escepticismo) y un marco objetivo fluctuante, contingente, azaroso. Y es ahí donde se desarrolla la acción, la praxis. Pero tú aún no has encontrado la palabra exacta (y la escribes ahora: “te quiero”; aunque sea insuficiente) y ya no te sirven ni Kant, ni Aristóteles; ni la Ética a Nicómaco, ni la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. Sólo hay oscuridad de la luna invisible, como escribe McCarthy. Y las noches, ahora, sólo son menos negras. De día, el sol proscrito circunda la tierra cual madre afligida con una lámpara. Y yo me refugio del frío, de la nieve, encerrado en el cuarto de las muñecas. Tengo una rubia, especial, entrañable, con la que converso a oscuras; ella me lo enseña todo y me mantiene con vida. Si toda escritura es autobiográfica (y esta lo es, sin duda), la palabra es errante. Lo que cae bajo la mirada de un hombre debe ser rescatado de la nada. Su locura es su cordura, y a la inversa. Si le dejan, y aún tiene fuerzas, se pasará jugando la vida entera. “Me encuentro con gente –concluye Wittgenstein- que usa en su lenguaje una palabra errante”. Se juega, siempre, en la extrema complejidad de la vida humana. Pero, entonces, ¿cuál es nuestra tarea en la tierra? ¡Ay, Píndaro, viejo amigo! ¡Qué fabulosa tontería! ¡Llegar a ser lo que eres! Cuando se trata precisamente de todo lo contrario: de llegar a ser lo que nunca has sido; de llegar a ser lo que no eres.

lunes, 1 de diciembre de 2008

VOLADURAS

De una cosa sí que estoy seguro: sé muy bien de quién hablo, en qué pienso, y en quién estoy pensando; sé muy bien lo que busco, lo que anhelo, aunque sea cuestión de tiempo. Con las primeras nieves de otoño la mente se va despejando. Los copos, como agujas afiladas, como alfileres finos, se clavan a la entrada del cerebro y me abren, dulcemente, las puertas inquietantes del misterio. De pronto, Elisewin me pregunta: “¿Y cuál es tu poeta favorito?”. Y yo le contesto: “´Wittgenstein, Ludwig Wittgenstein”. “Pero Wittgenstein –me corrige Elisewin- no es un poeta”. “Ni yo tampoco, Elisewin –le respondo-, ni yo tampoco”. Entonces, Elisewin me observa con asombro mientras mi pelo encanece, lentamente; de nieve, de ausencia, de extrañeza; y los hombres patinan sobre el hielo. Hay una gota de daño sobre el tejado de un templo. Hay una sombra de duda entre las voces calladas del tiempo. Pero el poeta elegido, mientras tanto, ese poeta adoptado como poeta entre poetas, muestra a Elisewin el fondo, la senda, y el mundo en que reposan mis certezas. En el parágrafo 4, del primer volumen, de los Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología, Wittgenstein escribe: “Como ejemplo de la forma proposicional ‘si p, entonces q’, considera: ‘si viene, se lo diré’. Si no viene, ¿he cumplido mi promesa? ¿La he roto? Pero ¿se puede decir que esa proposición afirma una ‘conexión’? ¿Respondería a esto ‘no debe ser así’? No es como si la proposición hubiera sido: ‘Si estos dos se encuentran habrá lío’. Ésta podría ser una posible respuesta”. Con las primeras nieves de otoño la mente se va despejando. Alguien me pide paciencia desde un balcón que se asoma al borde del océano. Y yo le muestro a Elisewin el rostro enigmático de un niño. Y la nieve va cubriendo la autopista. Y en el cielo todo es blanco, y es azul, y es sueño.