domingo, 25 de enero de 2009

NO TE DETENGAS


Imagina que así pueden ser las cosas. Que se pueden observar de esta manera, a cierta distancia, sin por ello descartar otros ejemplos. Que se puede mirar de este modo, y hablar de este modo, sin tener que abandonar otras visiones. Es así como en el mundo, en ocasiones, decide uno que debe tratar con su propio talante retrospectivo. Es así como uno se explica, o lo intenta, y maneja su propio lenguaje expresivo, su herramienta, convencido de que está en posesión de un material tan complejo, tan inestable, como el curso de los días y las horas. Uno aguanta todavía cogido con alfileres, y camina con muletas, y no se puede descartar ningún elemento perturbador que no se haya tenido en cuenta. Lo que se oculta, enigmático, bajo el químico manto del saber único, es un misterio. “¿Qué diferencia hay entre sentir amor, decir amor o describir el amor?”, se pregunta Maritza Ceballos (Universidad Javeriana, Bogotá) en La narración: de lo interpersonal a lo masivo. La cuestión es que padecer una emoción –explica Ceballos- no es lo mismo que percibirla. Wittgenstein dirá que esa percepción de mi propia emoción no es de tipo observacional sino un conocimiento de mi propia postura. Y ésta, no tengo que observarla ni externa ni internamente, ese conocimiento está implicado en la misma conducta. La observación de la tristeza de otro y la observación de mi propia tristeza son iguales, pero observar mi propia tristeza no es lo mismo que sentirla. Wittgenstein pone el ejemplo de la mirada. Cuando miro algo no miro mi mirada sino las cosas que observo. Así como no observo mi alegría, la siento. Una cosa es decir ‘tengo miedo de...’ y otra, un quejido que muestre el miedo. Sin embargo, aunque una puede ser la descripción del miedo y la otra su expresión, también podrían invertirse. Por lo tanto, el significado de la expresión o del quejido, se establece en el contexto, en la totalidad de la situación lingüística; las emociones no pueden ser definidas ni abordadas sólo desde su faceta mental, sino que requieren de la situación, del contexto, para su comprensión. En una página de su diario, Wittgenstein escribe: “Estoy muy enamorado de R.; es verdad que ya desde hace mucho tiempo, pero ahora con fuerza especial. Y sin embargo sé que con toda probabilidad el asunto no tiene esperanza alguna. Eso quiere decir que debo estar preparado ante la posibilidad de que se prometa y case en cualquier momento. Y sé que ello me resultará muy doloroso. Sé pues que no debo colgarme con todo mi peso de esa cuerda, porque sé que cederá un día. Lo que quiere decir que debo permanecer asentado con los pies en el suelo y mantener sólo la cuerda, no colgarme de ella. Pero eso es difícil. Es difícil querer desinteresadamente como para mantener el amor y no querer ser mantenido por él. Es difícil mantener el amor de modo que, si las cosas salen mal, no haya que considerarlo como un juego perdido, sino que se pueda decir: estaba preparado para ello y también así está todo en orden. Se podría decir: ‘si no te montas en el caballo, si no confías plenamente en él nunca podrías caerte, ciertamente, pero tampoco puedes esperar cabalgar nunca’. Y a ello sólo puede replicarse: ‘tienes que dedicarte completamente al caballo y sin embargo estar preparado ante la posibilidad de que en cualquier momento te tire”. Lo que se oculta, enigmático, bajo el químico manto del saber único, es un misterio. ¿Qué diferencia hay entre sentir amor, decir amor o describir el amor? Aprendemos a vivir de esta manera, a base de tropezones, pero no podemos escapar a ciertas deudas. Si lo escribo no consigo una explicación completa, pero acaricio el límite, los márgenes, la esfera, y me asombro ante los símbolos que creo, y descubro las figuras que los forman, y descanso ante el espejo que me expresa.

martes, 20 de enero de 2009

AEROLITO


Ya nadie toma el té con Daseitz Suzuki
ni lee los haikus de Jack Kerouac.
México City Blues: un agujero negro,
inmenso, en el centro de la galaxia.
Si consigo que se ría
-me digo-
estaré curado;
un hombre, que no hace reír
a una mujer, está perdido.
¿Qué fue lo que extravié en La Recoleta
que ella me gusta tanto?
¿Qué fue lo que escribió en mi cuerpo
que me dejó marcado?
Alberto viajó hasta Pekín
para expiar sus pecados
sin comprender que éstos
son el fruto del olvido.
Irene quiere comprarme visillos;
tiene memoria de un pez
y estrategia de una mantis.
“Una bala en la cabeza
-le digo a un tonto borracho,
con el que hablo borracho-;
una bala en la cabeza:
en Buenos Aires debieron matarme”.

martes, 6 de enero de 2009

GRAFFITI


Así, con la punta afilada de una navaja o con una tiza blanca; sobre el viejo muro del recuerdo, en la penumbra, o en la negra superficie de la nada. Y son ochenta mundos para dar la vuelta al día, para hacerlo habitable, pero nadie nos salvará del fuego. Y son temibles los símbolos que hacen posible el hechizo, el encantamiento, y nadie impedirá que nos quememos. Ahí, en el yeso, en el cemento, se encuentra el advenimiento de un deseo. Y el límite, y el corazón, y unas letras, que liberan de lo oculto este secreto. Son los signos nocturnos que fotografió Gyula Halász, Brassaï, el “ojo de París”, como lo llamó su amigo Henry Miller; son los signos de la noche que muestran el semblante del amor, de lo prohibido, de la magia, y de la muerte. Porque los graffiti que Brassaï fotografió a mediados del siglo XX, en las calles de París, son como la memoria de una comunidad de sombras que escribe en las paredes de una ciudad extraña. Porque los graffiti que uno traza, o graba, o araña, en lo más profundo de su alma, son la escritura de un sueño que se niega a la condena del que calla. “Grabar nuestro nombre –escribió Brassaï-, el nombre de nuestro amor o una fecha en la pared de un edificio es un tipo de vandalismo que no puede explicarse únicamente como fruto de impulsos destructivos. Veo en él, más bien, el instinto de supervivencia de todos aquellos que no pueden erigir pirámides o catedrales para perpetuar su nombre. Son varios los instantes en que percibimos el flujo de la vida latiendo con una emoción tan intensa que necesite inscribirse eternamente en una piedra, una pared, o en la corteza de un árbol”. Toi, et moi, et nous... Así, con la punta afilada de una navaja o con una tiza blanca; sobre el viejo muro del recuerdo, en la penumbra, o en la dura superficie de la vida. Y son ochenta mundos para dar la vuelta al día, para hacerlo visible, pero nadie nos salvará del signo. Y son hermosos los símbolos que hacen posible el hechizo, el deseo, la promesa, y nadie impedirá que sean nuestros.

jueves, 1 de enero de 2009

NOCTURNO DE AÑO NUEVO


Me quedé sin palabras. De pronto, del otro lado del puente, desde la otra orilla del enlace donde se encuentra el mundo, donde se hace y se deshace con paciencia la cuadratura del círculo, el rito misterioso de los gestos, la seducción, los signos, la clave de todas las especies, donde la luz es carne, incomprensible, y la carne horizonte de los sueños, de pronto, digo, se oscureció la estrella, la última cadena que alumbraba, ardiente, sobre el tapiz del genio, el único sentido que volvía, y se quedaba, aunque tuviera miedo, la lámpara maravillosa del desierto, el alfabeto mágico, sagrado, la voz de los susurros excitantes, en la autopista de las tentaciones, que invoca a los placeres de la sangre, el eco inexplicable del planeta, la arquitectura inquieta del deseo, los planes de un viaje impostergable a Dublín o Edimburgo, la música de Mermaid Avenue, la lógica ancestral del eternauta, el axolotl de oro, el delicioso blues de los amantes locos, el canto de sirenas, y apareció el silencio, digo, y me quedé sin ellas, a solas, jugando entre tinieblas, y se acabó este juego. Y un juego no es un juego, con sus reglas, si faltan jugadores que lo juegan. Y ahora, de este lado, del lado del invierno y la ceniza, un cuervo picotea conexiones; encuentro y desencuentro de la vida en el ciberespacio incierto; lectura de las venas de algún libro; Nocturno de Año Nuevo entre quimeras. Una fotografía, a oscuras, es como un mapa absurdo que se traduce a oscuras, sin diccionario, al idioma imprevisible de las sombras. Diane Arbus lo tenía muy claro: “La fotografía es un secreto sobre un secreto”. Y tú puedes tomar fotografías; es éste el mejor día; no lo dudes: la gente ha descubierto una aventura, o eso cree, y celebra este hecho con agrado. El negro es el color de las sorpresas; se fija en el secreto. Y yo acudo a respirar el aire fresco, mientras pregunto a oscuras, y observo fotografías; y acudo a preguntar mientras respiro, y a oscuras, y observo fotografías. Antes, almacené en mi almohada de silencios palabras ignorantes como drogas, y velas, y anzuelos, y amuletos, para afrontar la ausencia que esperaba, y alimenté con ellas los trayectos que muestran el orden insensible del futuro y el blanco de un monólogo sin marcas: Colonia del Sacramento; Punta del Este; La Mansa; La Brava; Punta Ballena... Y escribí luego poemas donde agoté este margen, y aparecieron grietas, y surcos, y hendiduras, difíciles de unir sin más palabras. “¿Dónde estarás ahora, Elisewin?”, se preguntaba el cuervo; pero nadie contestaba con palabras. Y cuando alguien se queda sin palabras, a oscuras, corre el grave riesgo de que se produzcan inevitables huecos gramaticales. Y entonces, uno cae en la tentación de seguir jugando, a solas, sin jugador enfrente, al juego de lenguaje que jugaba, y provoca sin quererlo situaciones, o eventos, realmente insólitos; destinos sin hogar donde los huecos encuentran su caldo de cultivo; mensajes sin buzón y sin respuesta que muestran la razón de lo inaudito. ¿Pero quién resiste cien días sin jugar a su juego favorito? ¿Dónde estarás ahora, mi amor, Elisewin?, le pregunto yo al cuervo... En la tarde del 25 de octubre de 1946, en las habitaciones apenas amuebladas del último piso de la torre de Whewell’s Court, en Cambridge, Ludwig Wittgenstein, crispado, increpaba a sus alumnos de seminario, mientras sus ojos buscaban en los muros alguna irradiación desconocida, o una cometa, y mientras cuervos y cuervos y más cuervos volaban sobre el cielo del King’s College. “¿Qué quiere decir hablar con uno mismo?”, se preguntaba Wittgenstein, nervioso. Y un alumno tímido, encogido, acertó a esbozar la analogía: “es como una campana –dijo- cuyo sonido se apaga en la lejanía, de modo que no se sabe si se ha imaginado o se ha oído”. Un juego no es un juego, con sus reglas, si faltan jugadores que lo juegan. Y el negro es el color de los secretos; se fija en la mirada. Y un juego no es un juego, con sus reglas, si nadie mueve pieza, al otro lado.