domingo, 19 de octubre de 2008

NOCHES SIN LUNA

Hace unos años escribí sobre la luna de una ciudad de un país del norte. Yo había viajado hasta allí para saludar a un viejo amigo y pude comprobar que la luna de esa ciudad era una luna inquieta, esquiva, que se escondía detrás de las nubes, oscureciéndolo todo, que se ausentaba sin causa justificada, o que se ocultaba en la noche. Sobre esta luna y esta ciudad ya habían escrito antes, pero el escritor que lo hizo no conocía la ciudad y escribió sobre una luna que, en realidad, no existía. Quizás la luna de esa ciudad del norte –escribí yo entonces- no había estado nunca en ella y se trataba tan sólo de un triste malentendido. Quizás esta luna se ocultaba porque quería revelarme un secreto, mostrarme algo, y aquella era su manera de expresarlo. ¡Quién sabe! Ahora, este viejo amigo, un hombre sabio, me ha regalado una imagen de una noche oscura, sin luna, como aquellas noches que yo pasé en aquel país del norte, hace unos años, como muchas de las noches en que vivo ahora. Aunque ahora ya no soy la misma persona de entonces; pero quizás la oscuridad sigue siendo la misma, inquieta, esquiva; porque esta noche sin luna, ahora, quizás intenta, como entonces, que yo comprenda algo. Aquella persona que vagaba sin rumbo por las calles de una ciudad del norte andaba buscando respuestas; pero la oscuridad lo empujaba a lo incierto. Quizás entonces (y aún no lo sabía) yo deseaba perderme en regiones inhóspitas, extremas, como Chris McCandless, el protagonista de Hacia rutas salvajes, y buscaba una razón convincente para justificar la evidencia de aquella experiencia. “No eches raíces –le escribió McCandless a un amigo-, no te establezcas. Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada... No necesitas tener a alguien contigo para traer una nueva luz a tu vida. Está ahí fuera, sencillamente”. Aunque dudo mucho de que yo entonces tuviera la audacia y la determinación de McCandless, que pensara como McCandless, y creo en cambio que tan sólo buscaba una respuesta, una única respuesta, y que no sabía bien qué buscaba, que algo se me había extraviado en el camino, que algo nuevo se me estaba mostrando. Ahora, cuando lo pienso, creo que todo cobra sentido. Cuando se vuelve de nuevo a la autopista, en el camino, se vuelve en busca de respuestas. Y si la noche sigue a oscuras, sin luna, uno comprende enseguida que la vida será, como siempre, complicada. Sobre la enfermedad de mi amor, así se titula un hermoso poema de Leonard Cohen. En él, Cohen se pregunta: “¿Acaso he de ponerme mi capa?, ¿vagar como la luna sobre cielos y cielos de carne para partir de nuevo en la mañana?”. Aunque ahora todo es distinto, aunque el asunto entero ha cambiado, quizás mis pasos perdidos, como entonces, tan sólo necesiten de una estrella. Quizás la luna que ahora me espera ilumine la noche, seguro, despejando las dudas; y la imagen de la noche sin luna, de la noche oscura, desaparezca del todo de mi vida. Quizás ahora se trata tan sólo de descubrir el secreto, de conocer esa senda: de lunas, de cielos, de carne; de océano, de palabras y esperanza. Quizás la luna de la ciudad del país del norte ya no exista, ya no se oculte en la noche, y yo tenga ahora que encontrar mi luna, blanca y dorada, la luna que me espera, allí donde se esconde.

domingo, 12 de octubre de 2008

EL CRONÓFAGO

¿Qué es lo que tengo entre manos? ¿Qué me tiene seducido, impaciente, obsesionado? ¿Qué es lo que me impide sentarme, a observar el mundo, o levantar el vuelo, erguido, liberado? Toda reivindicación comienza con una pregunta. Y hay preguntas que suponen una lectura exigente, incisiva, una perspectiva sugerente que ayude a despejar todas las dudas. “¿Qué es, pues el tiempo?”, se interrogaba Agustín de Hipona, en las Confesiones. Y respondía: “Si nadie me lo pregunta lo sé. Pero si quiero explicarlo a quien me pregunta, no lo sé”. Como el asunto trata de cierta patología, podría acudir a mi psicólogo, o a la ciencia; pero prefiero acudir a la filosofía. Quizás tenga razón Giacomo Marramao (Apología del tiempo oportuno, Editorial Gedisa), cuando afirma que la modernidad se proyecta en el futuro, que es futurocéntrica. El tiempo se ha convertido en nuestro mayor enemigo. Pensamos en cada instante en función del próximo, y el valor del presente no es un valor en sí mismo, sino un valor en relación con el futuro. Casi resulta imposible la experiencia del presente. Y vivir la experiencia intensiva del presente –afirma Marramao- es la condición para pensar de una manera abierta hacia el futuro. Como dice mi secretaria, siempre oportuna, se trata de leer la naturaleza, los libros, la música, o de quedarse mirando fijamente al techo; se trata de alcanzar la paz de transitar por otra dimensión del tiempo. Es entonces cuando aparece el tiempo de los árboles, el tiempo de la siembra, el tiempo de la música. En esos instantes, el tiempo, como concepto asfixiante, pierde toda trascendencia, y aparece la maravilla creadora de su paso: la obra. Aunque a veces, por más que lo intentas, no logras vencer la sensación de ansiedad y de impaciencia, la visión futurocéntrica, que hace de ti un juguete, inútil, en manos extrañas, que hace de ti una marioneta sacudida por el viento. Aunque nada está oculto, aunque todo está a la vista, cuando acudes al poeta, al filósofo, éste responde con evasivas, o responde con preguntas que carecen de la necesidad evidente de una respuesta. “¿A dónde va el pasado? (¿A dónde va la llama de la vela cuando se apaga?) ¿De dónde viene el futuro? (¿De dónde viene la luz de la bombilla cuando se enciende?)”. Wittgenstein se hacía estas preguntas para intentar disolver confusiones y aclarar analogías que nos arrastran irremediablemente. Pero la cuestión es que yo, ahora, necesito que el tiempo pase deprisa; a pesar de los consejos de la filosofía, yo mismo abrazo, voluntariamente, la patología del futuro. Y no sé qué hubieran pensado San Agustín, o Giacomo Marramao, o el mismo Wittgenstein, ante el reloj de John Taylor. Yo ahora necesito un reloj como éste, un reloj que no tiene ni números ni manecillas, un reloj de 60 hendiduras de oro que se iluminan para indicar la hora. Sobre él se desplaza un gigantesco saltamontes, bautizado como “cronófago”, o “devorador del tiempo”. Cada paso que da marca un segundo, y sus movimientos generan destellos de luces azules que viajan por la esfera hasta detenerse en la hora exacta. Pero el reloj sólo indica la hora con precisión cada cinco minutos; el resto del tiempo las luces sólo sirven de adorno. Si este reloj devora el tiempo (“Yo también quería mostrar que el tiempo es un destructor: cada minuto desaparece algo que uno no puede recuperar jamás”, afirma John Taylor), este es el reloj que necesito. Y después necesitaré un reloj que haga justamente lo contrario: que detenga el tiempo, que lo deje en suspenso, que se limite a palpitar con lentitud, con dulzura, pero en un silencio eterno. También creía Wittgenstein que quien vive el presente vive eternamente. Aunque a mi lado, Bob Dylan, susurra la pregunta que me inquieta: “¿y cuánto tiempo tiene un hombre que mirar hacia arriba antes de que pueda ver el cielo?”. Un cielo nuevo, limpio y despejado. Un cielo azul de luces y segundos. Un cielo de preguntas sin respuesta.

domingo, 5 de octubre de 2008

EL TREN DE LAS 3.10

Así definía el género el crítico de cine Ángel Fernández-Santos: “La idea de que en un universo consumado y cerrado sobre sí mismo todavía es posible cruzar la línea que los puntos sin retorno dibujan en los secretos mapas de los sueños. El simple vadeo de un río cuya orilla sigue inexplorada o la cabalgada libre sobre una planicie ilimitada son configuraciones imaginarias en las que una remota frontera histórica se convierte en una cercana frontera mental. Eso es un western”. Cuenta Anthony Kenny que Wittgenstein, después de sus agotadoras clases en Cambridge, en 1930, solía acudir al cine donde se sentaba en la primera fila de butacas, masticando una empanada de carne de cerdo, completamente absorto, y que sus películas preferidas eran las películas del Oeste; Wittgenstein decía aprender en ellas más sobre ética que en todos los tratados filosóficos sobre el tema. Creo que a Wittgenstein le hubiera gustado la nueva versión de El tren de las 3.10, de James Mangold, remake del viejo western de Delmer Daves, basado en un guión de Elmore Leonard. En El tren de las 3.10, el bien y el mal se enfrentan, cara a cara, en una lucha a muerte donde las luces y las sombras nos desvelan la complejidad eterna de los seres humanos. Como en una partida de ajedrez, juegan blancas contra negras, pero a veces los colores cambian, o parece que cambian, o al menos tenemos la duda de que las cosas, como en la vida misma, nunca son como parecen. El ranchero Dan Evans (Christian Bale) representa la honestidad y la honradez de un hombre que pone en peligro su vida para sacar adelante a su familia. Y el malvado Ben Wade (Russell Crowe) será la pieza del juego que permitirá a Evans alcanzar su destino secreto. A su alrededor, otras piezas del tablero muestran la gloria o la miseria de los hombres en el juego de la vida. Y, aunque uno se reconoce enseguida en Evans, en su honradez y en su decencia, acaba también hechizado por un forajido que cita la Biblia y que imparte su particular justicia con un revolver en cuya empuñadura lleva grabado un Cristo crucificado. Al final, cuando ambos se cuentan su historia, la seducción es mutua. Y Evans y Wade se redimen abocados a una jugada final definitiva y extrema, donde el destino se revela como linde, como límite, y las piezas en conflicto van cayendo, bruscamente, sobre un tablero de tierra envilecida con sangre. ¿Qué hace al héroe? ¿Existe el héroe? ¿O existe el hombre común que toma una decisión cívicamente justa y se decide a arrostrar las consecuencias? Como escribió Borges: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Un universo cerrado sobre sí mismo muestra la cara del héroe, al final del western, mientras el tren de las 3.10 inicia lentamente su camino, su rumbo incierto, y un alazán oscuro acude a la señal de la aventura, vuelve al misterio, cruzando al galope la pantalla, el horizonte, huyendo de las luces y las sombras, dejando tras de sí signos de muerte.