domingo, 31 de agosto de 2008

CIUDADES, SIGNOS, PALABRAS

Imagino ciudades con la ayuda de palabras. “¿Y con cuántas casas o calles comienza una ciudad a ser ciudad?”, se pregunta Wittgenstein en el parágrafo 18 de las Investigaciones Filosóficas. Y añade: “Nuestro lenguaje puede verse como una vieja ciudad: una maraña de callejas y plazas, de viejas y nuevas casas con anexos de diversos periodos; y esto rodeado de un conjunto de barrios nuevos con calles rectas y rectangulares y con casas uniformes”. Mientras pienso en la cita de Wittgenstein, a la salida de una cafetería, me encuentro con una mujer con la que no conversaba desde hace aproximadamente veinticinco años. Ahora, todo cuanto me sucede es extraño; pero encontrarme con una mujer con la que no conversaba desde hacía tanto tiempo resulta muy extraño. En apenas unos minutos, nos contamos nuestras vidas. Ella me habla de sus dificultades emocionales, de sus problemas, y de sus ojos caen, impacientes, pequeñas estrellas que se deshacen en sus mejillas, signos tristes como destellos luminosos que describen un enigma. Yo le ofrezco consuelo y le doy un consejo: juegues al juego que juegues –le digo-, marca tú las reglas; ya sabes: know your rights: reclama tus derechos. Ella me escribe en un papel unas letras que me ayudan a imaginar la ciudad en la que vive: Allard Gardens; Park Hill; London. Y a esta parte de la historia la sellamos con el nombre de “Esperanza”, convencidos de que todo, absolutamente todo, tiene remedio. The future is unwritten –le repito-; el futuro no está escrito; el futuro es impredecible. Y después le cuento yo mi propia historia. Le cuento que yo me encuentro ahora atravesando los Apalaches; Terranova y Labrador, hasta Alabama. Que yo me encuentro ahora haciendo arqueología musical tras la pista de las canciones de los viejos hillbilly: convictos, granjeros y cowboys. Ya sabes –le digo-, experiencias básicas: fe, amor y actos de violencia; poesía y verdad en estado puro; Woody Guthrie, Leadbelly y Pete Seeger. Y que luego pasaré un tiempo en Concord, cerca de Boston, estudiando a Emerson y a Thoreau, a Nathaniel Hawthorne, a Bronson Alcott y a Walt Whitman. Que haré un pequeño alto en Nashville, Tennessee. Y que después, inexcusablemente, viajaré hacia el sur, al límite, a la frontera, hasta llegar al Río de la Plata, a la ciudad que me espera, porque tengo que cumplir una promesa. Que ahora –le digo-, ya estoy en esa ciudad de alguna manera, con la ayuda de las palabras. Que estoy en esa ciudad en 1.536 (Misteriosa Buenos Aires; Manuel Mújica Láinez) mientras Don Pedro de Mendoza, Primer Adelantado del Río de la Plata, se retuerce enfermo como un endemoniado, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche, la luna macilenta hace palidecer las chozas, y los soldados españoles se devoran unos a otros, enloquecidos, muertos de hambre. Que el tiempo pasa –le digo-, en la aventura de las palabras, con una lentitud exasperante. Pero que pronto, muy pronto, estaré en esa ciudad en la fecha prevista cargado con mi equipaje de signos, de ciudades y palabras; con mi ángel invisible de increíble fortuna; con mi anhelo invencible de violenta ternura; con las canciones hillbilly que llevaré conmigo desde los Apalaches; con las canciones de amor que me darán la clave, la llave de los sueños, y que cantaré al oído de la mujer que lo merece.

domingo, 24 de agosto de 2008

POSIBILIDADES DE SENTIDO

Las palabras van y vienen, circulan por la autopista, tejiendo y destejiendo posibilidades de sentido. Ella me pregunta que cómo la imagino, y a mí se me revela una palabra que figura entre los versos y las sombras de un libro de un excelente poeta. Fervor, le digo; lo que equivale a decir: Entusiasmo, Pasión, Calor, Llama, Intensidad, Exaltación, Impulso, Desenfreno, Apasionamiento, Excitación, Arrebato, Furia, Frenesí, Delirio, Locura. Para cerrar el círculo, para cubrir con un manto toda la impaciencia acumulada, yo añado: Sensibilidad; Sensualidad; Inteligencia. Y una vez cerrado el círculo, abrazada la locura con las manos y los sueños de los locos, me detengo ante la voz de esa corriente que envuelve los espacios invisibles, me embeleso ante los signos y los gestos que simbolizan y alientan. Los dos estamos jugando al juego de las palabras; es un combate de esgrima: intentaremos tocarnos con un arma blanca; pero también estamos justificando un acuerdo. “Las palabras más simples, –no sabemos lo que significan excepto cuando amamos y aspiramos”, escribió Ralph Waldo Emerson en su ensayo Círculos. Y Stanley Cavell añade: “Cualesquiera que sean los estados que estas palabras pretendan designar, esta observación no dice que dichos estados sean efectos de las palabras sino más bien lo opuesto: que ellos son sus causas, o, mejor, condiciones de la compresión de las palabras. Aunque no sea algo sin precedentes que un filósofo nos diga que las palabras que empleamos cada día son imprecisas y provocan ilusiones, no es usual, ni siquiera normal, en filosofía, decir que el acceso a su significado pasa por un cambio del corazón”. Porque lo más importante, ahora, no es qué significan las palabras que yo he utilizado para crear una imagen, sino desde dónde nacen las palabras que hacen posible esta imagen. Y para entender todo esto, para intentar explicarme a mí mismo, y describir lo que siento, yo sólo puedo recurrir a estas palabras. Palabras que nacen del corazón, del sentimiento, forjadas por el aliento de una violencia encantada. Palabras que nacen desde el deseo, arrancadas al vacío, y que se muestran desnudas en la dulce intuición de una promesa.

lunes, 18 de agosto de 2008

RESPUESTAS

No sé si este es el tono adecuado, el más aconsejable; pero sé que es el tono que me marca la vida. Wittgenstein escribió en su día: “Creo haber resumido mi posición con respecto a la filosofía al decir: de hecho, que sólo se debería poetizar la filosofía”. Y siempre me ha gustado imaginar en qué contexto lo hizo, cómo llegó a la conclusión de qué papel le quedaba reservado a la filosofía. Después de un largo camino, el equipaje de las preguntas encontraba una insólita respuesta, aunque no resultaba sorprendente haber llegado, casi al final del sendero, justo al comienzo del mismo. A estas alturas de la vida, uno espera encontrarse con al menos una respuesta. Y hay quien busca respuestas leyendo las noticias en la actualidad de los periódicos; pero yo hace más de un año que ya no leo periódicos. Como mucho, puedo leer los titulares; aunque nunca paso de estas líneas breves; y compongo con los titulares de las noticias poemas y extrañas canciones que no comparto con nadie. John Lennon compuso A day in the life sentado al piano y colocando el diario (un ejemplar del Daily Mail del 17 de enero de 1967) en el atril reservado a la partitura. Gracias a ello, pudimos enterarnos de que el ayuntamiento de Blackburn, en Lancashire, había contabilizado un total de cuatro mil baches en su pavimento; pero aunque heredamos una de las canciones más hermosas de nuestra vida aún nos quedaba tiempo para seguir esperando respuestas. Dylan nos había dicho, unos años antes, que la respuesta estaba en el viento; pero la respuesta, en ocasiones, puede encontrarse velada entre las hojas de un amarillento calendario. Hacía muchísimo tiempo que yo no prestaba tanta atención a las hojas de un calendario. Me acerco a él como quien se acerca al Oráculo de Delfos esperando una visión milagrosa; pero el calendario se mantiene, de momento, en un respetuoso silencio. La función del calendario es recordarme el mes en que vivo, el día en que habito; pero yo estoy necesitando saber en qué día encontraré la respuesta. En Rebelde sin causa, el viejo filme de Nicholas Ray, Jim Stark (James Dean) es un adolescente angustiado por la necesidad de demostrarse algo a sí mismo; es un hombre joven que está necesitado de respuestas. Cuando retan a Stark a que participe en una prueba de valentía (esas carreras de coches, hasta llegar al acantilado, en las que hay que saltar del vehículo en el último momento), éste le pregunta a su padre esperando, atormentado, una respuesta; y el padre se disuelve en evasivas: “Diez años –le contesta-. En diez años verás las cosas de manera distinta”. Y Jim Stark se revela como un león encerrado en el interior de una jaula: “¿Diez años? Quiero una respuesta ahora. La necesito”. El león encerrado en la jaula quiere saber, urgentemente, cuál será su destino. Y mientras uno contempla el calendario con las hojas amarillas que guardan silencio, con el diario en el atril reservado a la partitura, se imagina impaciente el momento en que será desvelada la respuesta. Mientras yo contemplo el calendario, mientras el viento sopla con fuerza en dirección al océano, los días siguen pasando.

lunes, 11 de agosto de 2008

ORDINARIO EXTRAORDINARIO

Cuando cruzo el desierto, a la caída de la tarde, camino de la autopista, tengo la extraña sensación de que alguien me acompaña. Camino cuesta abajo por las avenidas de lo cotidiano, una selva inhóspita de polvo y de cemento, y esa sombra extraña se posa sobre mi hombro con un gesto travieso, acaricia mi cabeza, me despeina, y me arrastra hacia la vida con un leve empujón que atraviesa mi pecho, que inunda mis pulmones con una bocanada de aire fresco. Mi ángel de la guarda es el aire acondicionado del infierno. Cuando tomo el autobús, de vuelta a casa, puedo silbar esa canción que es para mí un secreto, pero que mi ángel se sabe de memoria. Y silbamos los dos Covenant Woman, “Mujer de la alianza”, la vieja canción de Dylan, mientras dejamos atrás las llamas, cerramos los ojos, y abrimos un libro como quien abre las alas de una mariposa. “Mujer de la alianza, entrañable jovencita, ¿quién conoce esos secretos míos que se ocultan en el mundo? Sabes que somos extraños sobre una tierra en la que estamos de paso. Siempre estaré a tu lado, también yo he sellado una alianza”. Aunque, llegados a este punto, ya nadie sabe explicarme porqué lo ordinario es extraordinario (y Stanley Cavell lo intenta); y descubro en la lectura de mi libro un hueco para un alma cansada que intuye que algo nuevo está ocurriendo. Cuando cruzo el desierto, a la caída de la tarde, camino de la autopista, tengo la extraña sensación de que alguien me acompaña. Lo que ya no tengo claro es si mi ángel, como el ángel de Wenders, sobre el cielo de Berlín, quiere dejar de ser ángel, y convertirse en humano. Entonces, le digo, tendrás que hacer el camino tú solo; y no te será nada fácil. Podrás conocer el color de tu sangre, los colores sobre el muro de Berlín, o sobre el muro de Madrid, el sabor del café negro; pero estarás condenado a la dulce condena que todos los humanos arrastramos. Te enamorarás de una mujer hermosa, pero también conocerás el fracaso. Podrás contemplar cómo tu trapecista vuela, pero un día volará lejos, y te dejará solo. Y mi ángel, entonces, se queda pensativo. En el mejor de los casos, le digo, tendrás que acostumbrarte a la lectura, a la escritura, y a la visión de las cosas que cambian, a todo lo ordinario extraordinario. Y tendrás que acostumbrarte a que las cosas, a veces, nos extrañan. Te encontrarás de nuevo ante un cruce de caminos, confuso, perdido, en tierra de nadie, o en ninguna parte. Te apropiarás de una lengua o de una tradición cultural o teórica y esto te llevará a esa relación que entraña un momento de extrañeza o de pérdida, de impersonalidad, de autoanulación, de crisis, de exilio, de nacimiento y de vuelta al mundo. Alguien te alcanzará, en algún momento, un libro de filosofía, Wittgenstein de Kenny, por ejemplo, y podrás leer la famosa carta que Wittgenstein le envió en su día a su amigo Malcolm: “¿De qué sirve estudiar filosofía si lo único para lo que le capacita es para hablar con cierta plausibilidad acerca de algunas abstrusas cuestiones de lógica, etc., y no perfecciona su pensamiento acerca de las cuestiones importantes de la vida diaria?” Aunque siempre podrás pedirle ayuda a tu ángel, le digo, siempre podrás atravesar el desierto cegado por su empuje, cogido de su mano. Y siempre podrás silbar esa canción secreta, Covenant Woman, “Mujer de la alianza”, que ahora, tú y yo, estamos silbando; siempre podrás comenzar de nuevo. “Estaba roto, destrozado como una copa vacía. Sólo espero que el Señor me reconstruya y me colme. Y sé que lo hará porque Él es leal y cumple. Debe de haberme amado mucho para enviarme a alguien como tú. Y sólo te diré que es mi intención estar más cerca que cualquier amigo. Sólo tengo que darte las gracias, una vez más, por hacer que tus plegarias lleguen a los cielos por mí. Y a ti, muy agradecido, siempre te estaré”. Cuando cruzo el desierto, a la caída de la tarde, camino de la autopista, tengo la extraña sensación de que alguien me acompaña.

lunes, 4 de agosto de 2008

ESTEREOSCOPIO WILCOCK

Hay escritores que expresan conceptos comunes a todos con una facilidad asombrosa. “También el poeta –escribió Wittgenstein- debe preguntarse una y otra vez: ¿es lo que escribo realmente cierto? Lo que no debe significar: ¿sucede así en realidad?” Si tú me cuentas la historia de tu cicatriz, yo te contaré la mía. Si tú me cuentas la historia de tu fracaso, yo te contaré la historia mi vacío. Si tú me cuentas cómo abandonaste Egipto, con tus libros y tu pistola, yo te contaré cómo entré en Jerusalén escoltado por la policía. El estrés cotiza al alza en la Bolsa. Los aparatos electrónicos dejan de ser privados al entrar en los Estados Unidos. Miles de hormigas voladoras vuelan sobre las cabezas de los androides asistentes a la Campus Party. Pero los participantes en los Juegos Olímpicos de la Comunidad de los Solitarios no parecen darse por aludidos. Para ellos, la vida no es más que un cuento absurdo de ese género que algunos han calificado como literatura fantástica. En 1972, Juan Rodolfo Wilcock (“un enigma –escribió Héctor Bianciotti- que la literatura argentina podría jactarse de poseer si la literatura italiana no fuese infinitamente más pródiga en enigmas y jactancias”), escribió el prefacio de su obra Lo steroscopio dei solitari: “Lugar común-verdad: que el hombre en cualquier situación se encuentra solo. Ve a Wittgenstein, cucaracha dentro de una caja: no hay necesidad, si nadie la ve que dentro esté una cucaracha. Vale también para Dios. La soledad empuja a hacer, porque si no, se puede arriesgar la inexistencia. Vale también para Dios. El hombre necesita soledad, pero también comunicación; empero, la comunicación turba la soledad; hacerle convivir sin lucha es la premisa de la felicidad”. Cuentan que su “invención” más acabada fue describir la puesta en escena de las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein. Al parecer, durante algunas semanas, Wilcock sustituyó al crítico teatral del diario Il Mondo. Como asistir a las representaciones lo aburría considerablemente inventaba espectáculos inexistentes haciendo creer a los lectores que las obras se habían estrenado en Oxford, Tánger u otros lugares. El estreno de la versión teatral de las Investigaciones Filosóficas tuvo lugar en Oxford, a mediados de los setenta, bajo la dirección del catalán Llorenç Riber, y después de que éste superara la ardua selección del fondo musical de la obra que, contra todo pronóstico, no recayó en Webern sino en Beethoven, quien suena durante toda la representación, a excepción del momento del prólogo (el fragmento de San Agustín acerca de las palabras y de los objetos que ellas designan), reservado por Riber para un aria de La Creación de Haydn. Juan Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires el 17 de abril de 1919. En 1955 abandonó Argentina y se instaló en Italia. También abandonó el castellano y comenzó a escribir en italiano. Encontrar un libro suyo en una librería de Madrid es un asunto imposible; preguntar por él o citar su nombre provoca inevitablemente gestos de perplejidad o de asombro. Poco antes de cumplir cincuenta y nueve años, el 16 de marzo de 1978, fue hallado muerto en su casa de Lubriano. Un infarto lo había sorprendido mientras leía, recostado en un diván, L’infarto cardiaco, del doctor Alberto Saponaro. También el poeta debe preguntarse, una y otra vez, si lo que escribe es cierto, aunque esto no signifique que tenga nada que ver con la realidad. La realidad es el lugar donde la gente corriente habla de cicatrices, de fracasos, del estrés, de la Bolsa, de aparatos electrónicos y de hormigas voladoras; aunque para el poeta todas estas cosas resultan bastante extrañas. Juan Rodolfo Wilcock sabía que la realidad es el lugar del vacío, de la soledad y de lo extraño. Amaba a Wittgenstein, la poesía y la lectura del Scientific American. Estas tres cosas le procuraban una felicidad suficiente.