miércoles, 19 de noviembre de 2008

BAJO EL VOLCÁN

Uno debería, en medio de su vaivén personal, proteger a la gente que ama. Uno debería entender que pertenece a un grupo de riesgo, a una comunidad extraña, y que no debería exponer su amenaza a amigos, o amantes, que deberían quedar al margen. Uno se da cuenta de ello siempre tarde, a destiempo, a contratiempo; y entonces entiende que su destino es reclusión o aislamiento; que alguien lo aparte con cuidado del curso natural de los sucesos; que nadie lo permita asomarse a la orilla de un balcón iluminado, perfecto, con luces de colores, sencillo, elegante, generoso, porque quizás no está preparado para ello; porque quizás (cuestiones de la vida) aún no lo merece. Siempre que me asomaba a la tapia del cementerio de La Recoleta, en Buenos Aires, me hacía la misma pregunta: ¿por qué no puedo estar aquí, tranquilo, disfrutando, y allí tampoco, en mi agujero, en Madrid, a más de 10.000 kilómetros de distancia? ¿Por qué no puedo vivir entre el hielo, cortante, caminando aunque tropiece y me levante, o en la tierra cotidiana de los hombres? Quizás la diosa punk del psicoanálisis tenía respuestas para ello; pero yo no estaba allí para entenderlo. Es como perder el tesoro que uno ansiaba, ilusionadamente, en apenas unos segundos; es como despertar del sueño y comprender que, en ocasiones, has actuado irresponsablemente. En busca de la ruta del descenso uno es siempre expulsado del paraíso. Necesitaría palabras para poder expresarlo, pero aún está aprendiéndolas (“Un alegato en pro de las excusas”, J. L. Austin). Y cuando debe justificar sus actos, el ángulo quebrado entre dos cuerpos que han escrito la historia más hermosa de todas las historias más hermosas, acude a la literatura (Bajo el volcán, Malcolm Lowry), y acepta el insulto humildemente (“fouk you”, señala ella, y a mí me duele el alma), o acepta el castigo con tormento; y dibuja el cuadro elemental que apenas sirve, pero que muestra al viejo explorador bajo el volcán, hundido en brasas; al hombre que persigue, confuso, y que no encuentra; al pariente lejano de Geoffrey Firmin que ha olvidado que las cosas, a veces, poseen un sentido; que ha olvidado que ella (tan sólo ella, tan sólo ella), tan linda, no merecía ese trato; que ha olvidado que la tierra, entre sollozos, es puta tierra. “De golpe las vio, las botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, los vasos, una babel de vasos —hacia arriba, como ese día el humo del tren— subidos hasta el cielo y cayendo luego, los vasos quebrados, los vasos volcados cuesta abajo por los jardines del Generalife, las botellas rotas, botellas de oporto, tinto, blanco, botellas de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas destrozadas, botellas descartadas que caen sordamente en parques, debajo de bancos, de camas, de sillas de teatro, escondidas en los escritorios de los consulados, botellas de calvados soltadas y quebradas, o vueltas trizas, arrojadas en los basureros, lanzadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, al Caribe, botellas flotando en el océano, escoceses muertos en las colinas del Atlántico —y ahora las veía todas, las olía todas, desde el comienzo mismo—, botellas, botellas, botellas y vasos, vasos, vasos, de bitter, Dubonnet, Falstaff, rye, Johnny Walker, Vieux Whiskey Blanc Canadien, los aperitivos, los digestivos, los medios, los dobles, el noch ein Herr Obers, el et Glas Araks, las botellas, las botellas, las hermosas botellas de tequila y las calabazas, calabazas, los millones de calabazas de hermoso mescal...”.

domingo, 19 de octubre de 2008

NOCHES SIN LUNA

Hace unos años escribí sobre la luna de una ciudad de un país del norte. Yo había viajado hasta allí para saludar a un viejo amigo y pude comprobar que la luna de esa ciudad era una luna inquieta, esquiva, que se escondía detrás de las nubes, oscureciéndolo todo, que se ausentaba sin causa justificada, o que se ocultaba en la noche. Sobre esta luna y esta ciudad ya habían escrito antes, pero el escritor que lo hizo no conocía la ciudad y escribió sobre una luna que, en realidad, no existía. Quizás la luna de esa ciudad del norte –escribí yo entonces- no había estado nunca en ella y se trataba tan sólo de un triste malentendido. Quizás esta luna se ocultaba porque quería revelarme un secreto, mostrarme algo, y aquella era su manera de expresarlo. ¡Quién sabe! Ahora, este viejo amigo, un hombre sabio, me ha regalado una imagen de una noche oscura, sin luna, como aquellas noches que yo pasé en aquel país del norte, hace unos años, como muchas de las noches en que vivo ahora. Aunque ahora ya no soy la misma persona de entonces; pero quizás la oscuridad sigue siendo la misma, inquieta, esquiva; porque esta noche sin luna, ahora, quizás intenta, como entonces, que yo comprenda algo. Aquella persona que vagaba sin rumbo por las calles de una ciudad del norte andaba buscando respuestas; pero la oscuridad lo empujaba a lo incierto. Quizás entonces (y aún no lo sabía) yo deseaba perderme en regiones inhóspitas, extremas, como Chris McCandless, el protagonista de Hacia rutas salvajes, y buscaba una razón convincente para justificar la evidencia de aquella experiencia. “No eches raíces –le escribió McCandless a un amigo-, no te establezcas. Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada... No necesitas tener a alguien contigo para traer una nueva luz a tu vida. Está ahí fuera, sencillamente”. Aunque dudo mucho de que yo entonces tuviera la audacia y la determinación de McCandless, que pensara como McCandless, y creo en cambio que tan sólo buscaba una respuesta, una única respuesta, y que no sabía bien qué buscaba, que algo se me había extraviado en el camino, que algo nuevo se me estaba mostrando. Ahora, cuando lo pienso, creo que todo cobra sentido. Cuando se vuelve de nuevo a la autopista, en el camino, se vuelve en busca de respuestas. Y si la noche sigue a oscuras, sin luna, uno comprende enseguida que la vida será, como siempre, complicada. Sobre la enfermedad de mi amor, así se titula un hermoso poema de Leonard Cohen. En él, Cohen se pregunta: “¿Acaso he de ponerme mi capa?, ¿vagar como la luna sobre cielos y cielos de carne para partir de nuevo en la mañana?”. Aunque ahora todo es distinto, aunque el asunto entero ha cambiado, quizás mis pasos perdidos, como entonces, tan sólo necesiten de una estrella. Quizás la luna que ahora me espera ilumine la noche, seguro, despejando las dudas; y la imagen de la noche sin luna, de la noche oscura, desaparezca del todo de mi vida. Quizás ahora se trata tan sólo de descubrir el secreto, de conocer esa senda: de lunas, de cielos, de carne; de océano, de palabras y esperanza. Quizás la luna de la ciudad del país del norte ya no exista, ya no se oculte en la noche, y yo tenga ahora que encontrar mi luna, blanca y dorada, la luna que me espera, allí donde se esconde.

domingo, 12 de octubre de 2008

EL CRONÓFAGO

¿Qué es lo que tengo entre manos? ¿Qué me tiene seducido, impaciente, obsesionado? ¿Qué es lo que me impide sentarme, a observar el mundo, o levantar el vuelo, erguido, liberado? Toda reivindicación comienza con una pregunta. Y hay preguntas que suponen una lectura exigente, incisiva, una perspectiva sugerente que ayude a despejar todas las dudas. “¿Qué es, pues el tiempo?”, se interrogaba Agustín de Hipona, en las Confesiones. Y respondía: “Si nadie me lo pregunta lo sé. Pero si quiero explicarlo a quien me pregunta, no lo sé”. Como el asunto trata de cierta patología, podría acudir a mi psicólogo, o a la ciencia; pero prefiero acudir a la filosofía. Quizás tenga razón Giacomo Marramao (Apología del tiempo oportuno, Editorial Gedisa), cuando afirma que la modernidad se proyecta en el futuro, que es futurocéntrica. El tiempo se ha convertido en nuestro mayor enemigo. Pensamos en cada instante en función del próximo, y el valor del presente no es un valor en sí mismo, sino un valor en relación con el futuro. Casi resulta imposible la experiencia del presente. Y vivir la experiencia intensiva del presente –afirma Marramao- es la condición para pensar de una manera abierta hacia el futuro. Como dice mi secretaria, siempre oportuna, se trata de leer la naturaleza, los libros, la música, o de quedarse mirando fijamente al techo; se trata de alcanzar la paz de transitar por otra dimensión del tiempo. Es entonces cuando aparece el tiempo de los árboles, el tiempo de la siembra, el tiempo de la música. En esos instantes, el tiempo, como concepto asfixiante, pierde toda trascendencia, y aparece la maravilla creadora de su paso: la obra. Aunque a veces, por más que lo intentas, no logras vencer la sensación de ansiedad y de impaciencia, la visión futurocéntrica, que hace de ti un juguete, inútil, en manos extrañas, que hace de ti una marioneta sacudida por el viento. Aunque nada está oculto, aunque todo está a la vista, cuando acudes al poeta, al filósofo, éste responde con evasivas, o responde con preguntas que carecen de la necesidad evidente de una respuesta. “¿A dónde va el pasado? (¿A dónde va la llama de la vela cuando se apaga?) ¿De dónde viene el futuro? (¿De dónde viene la luz de la bombilla cuando se enciende?)”. Wittgenstein se hacía estas preguntas para intentar disolver confusiones y aclarar analogías que nos arrastran irremediablemente. Pero la cuestión es que yo, ahora, necesito que el tiempo pase deprisa; a pesar de los consejos de la filosofía, yo mismo abrazo, voluntariamente, la patología del futuro. Y no sé qué hubieran pensado San Agustín, o Giacomo Marramao, o el mismo Wittgenstein, ante el reloj de John Taylor. Yo ahora necesito un reloj como éste, un reloj que no tiene ni números ni manecillas, un reloj de 60 hendiduras de oro que se iluminan para indicar la hora. Sobre él se desplaza un gigantesco saltamontes, bautizado como “cronófago”, o “devorador del tiempo”. Cada paso que da marca un segundo, y sus movimientos generan destellos de luces azules que viajan por la esfera hasta detenerse en la hora exacta. Pero el reloj sólo indica la hora con precisión cada cinco minutos; el resto del tiempo las luces sólo sirven de adorno. Si este reloj devora el tiempo (“Yo también quería mostrar que el tiempo es un destructor: cada minuto desaparece algo que uno no puede recuperar jamás”, afirma John Taylor), este es el reloj que necesito. Y después necesitaré un reloj que haga justamente lo contrario: que detenga el tiempo, que lo deje en suspenso, que se limite a palpitar con lentitud, con dulzura, pero en un silencio eterno. También creía Wittgenstein que quien vive el presente vive eternamente. Aunque a mi lado, Bob Dylan, susurra la pregunta que me inquieta: “¿y cuánto tiempo tiene un hombre que mirar hacia arriba antes de que pueda ver el cielo?”. Un cielo nuevo, limpio y despejado. Un cielo azul de luces y segundos. Un cielo de preguntas sin respuesta.

domingo, 5 de octubre de 2008

EL TREN DE LAS 3.10

Así definía el género el crítico de cine Ángel Fernández-Santos: “La idea de que en un universo consumado y cerrado sobre sí mismo todavía es posible cruzar la línea que los puntos sin retorno dibujan en los secretos mapas de los sueños. El simple vadeo de un río cuya orilla sigue inexplorada o la cabalgada libre sobre una planicie ilimitada son configuraciones imaginarias en las que una remota frontera histórica se convierte en una cercana frontera mental. Eso es un western”. Cuenta Anthony Kenny que Wittgenstein, después de sus agotadoras clases en Cambridge, en 1930, solía acudir al cine donde se sentaba en la primera fila de butacas, masticando una empanada de carne de cerdo, completamente absorto, y que sus películas preferidas eran las películas del Oeste; Wittgenstein decía aprender en ellas más sobre ética que en todos los tratados filosóficos sobre el tema. Creo que a Wittgenstein le hubiera gustado la nueva versión de El tren de las 3.10, de James Mangold, remake del viejo western de Delmer Daves, basado en un guión de Elmore Leonard. En El tren de las 3.10, el bien y el mal se enfrentan, cara a cara, en una lucha a muerte donde las luces y las sombras nos desvelan la complejidad eterna de los seres humanos. Como en una partida de ajedrez, juegan blancas contra negras, pero a veces los colores cambian, o parece que cambian, o al menos tenemos la duda de que las cosas, como en la vida misma, nunca son como parecen. El ranchero Dan Evans (Christian Bale) representa la honestidad y la honradez de un hombre que pone en peligro su vida para sacar adelante a su familia. Y el malvado Ben Wade (Russell Crowe) será la pieza del juego que permitirá a Evans alcanzar su destino secreto. A su alrededor, otras piezas del tablero muestran la gloria o la miseria de los hombres en el juego de la vida. Y, aunque uno se reconoce enseguida en Evans, en su honradez y en su decencia, acaba también hechizado por un forajido que cita la Biblia y que imparte su particular justicia con un revolver en cuya empuñadura lleva grabado un Cristo crucificado. Al final, cuando ambos se cuentan su historia, la seducción es mutua. Y Evans y Wade se redimen abocados a una jugada final definitiva y extrema, donde el destino se revela como linde, como límite, y las piezas en conflicto van cayendo, bruscamente, sobre un tablero de tierra envilecida con sangre. ¿Qué hace al héroe? ¿Existe el héroe? ¿O existe el hombre común que toma una decisión cívicamente justa y se decide a arrostrar las consecuencias? Como escribió Borges: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Un universo cerrado sobre sí mismo muestra la cara del héroe, al final del western, mientras el tren de las 3.10 inicia lentamente su camino, su rumbo incierto, y un alazán oscuro acude a la señal de la aventura, vuelve al misterio, cruzando al galope la pantalla, el horizonte, huyendo de las luces y las sombras, dejando tras de sí signos de muerte.

jueves, 25 de septiembre de 2008

RAZÓN DE VIVIR

“El mundo de un hombre feliz –escribió Wittgenstein- es diferente del mundo de un hombre infeliz”. Aunque la trama del asunto no cambia, aunque el guión de siempre siga escrito con sucias manchas, con letras fatigadas, el hombre feliz saca fuerzas, se eleva, y el polvo del desierto se disuelve en el aire con la dulce levedad de un suave beso. No importan los editoriales que alertan sobre el peligro eminente de una crisis económica. No importa que Hawking considere inevitable un desastre en el planeta en los próximos 100 años y un futuro de la especie humana exiliada en el espacio. La energía oscura, una misteriosa forma de energía, provoca la extensión del universo, que este se acelere; la materia oscura no puede verse, pero Hawking afirma que puede detectarse. El hombre feliz, mientras tanto, está en otra cosa. Ha tenido tiempo de pensarlo y ahora camina al margen, insolente, con la seguridad amenazante de un ángel que sobrevuela la tierra y que observa, indiferente, la absurda maldición de los mensajes. “El secreto de la felicidad –escribió Bertrand Russell- es darse cuenta que la vida es horrible, horrible, horrible”. Y el hombre feliz, mientras tanto, consciente de ello, escribe en el poema de su carne la única razón de su vivir, la única razón de su existencia. Hoguera de amor y guía, ya nada estorba al ángel, que sólo espera el momento de una señal en el tiempo para descender como un hombre, y hacerse presente, y mostrarse. Mientras tanto, la banda sonora de su vida va añadiéndose, impaciente, a ese poema. Y Víctor Heredia canta en un callejón luminoso donde un espejismo dorado anuncia la visión del paraíso: “Para combinar lo bello y la luz sin perder distancia, para estar con vos sin perder el ángel de la nostalgia. Para descubrir que la vida va sin pedirnos nada, y considerar que todo es hermoso y no cuesta nada. Para combinar, para estar con vos, para descubrir y considerar, sólo me hace falta que estés aquí con tus ojos claros…” Hoguera de amor y guía, ya nada estorba al hombre, que sólo espera el momento de una señal en el tiempo para descender como un ángel, y hacerse presente, y mostrarse.

domingo, 14 de septiembre de 2008

ASIGNATURA PENDIENTE

Están ahí, justo al lado, en las aceras del camino, orgullosos, o a ambos lados de la carretera; pero yo no conozco sus nombres. Como un estudiante perezoso que ha dejado para septiembre algunas asignaturas, yo debo ahora examinarme de esta materia. Y para ello he decido estudiar con la ayuda de Lawrence Ferlinghetti. “Jesús –escribió Ferlinghetti- se bajó de su árbol desnudo este año y se fue a refugiar silenciosamente en el vientre de una anónima María”. Con Ferlinghetti bajo el brazo cruzo la entrada del Jardín Botánico: tengo que aprender el nombre de los árboles; esta es mi asignatura pendiente. Los árboles están aquí, erguidos, silenciosos, esperando que alguien los nombre. Mi secretaria, con su infinita sabiduría, me ha prestado unos apuntes para guiarme en la tarea de entablar conversación con la naturaleza. Ella piensa que su inclinación por la naturaleza no me interesa, que me resulta intrascendente; pero ella se equivoca. Ella escribe su propio libro de filosofía en contacto con la naturaleza y así concibe la vida desde otra perspectiva, aceptando algunos tiempos, la belleza sin retoques, las tendencias, los ciclos. En un ocasión me dijo: “me produce más placer observar la madera de un árbol que un reloj de colección”. Y su confesión me recordó a Thoreau, en Walden, y su relación con la naturaleza. Thoreau escribía la naturaleza, leía la naturaleza, y así se convirtió en filósofo. Como escribe Stanley Cavell: “la lectura lo es de cualquier cosa que esté ante ti”. Y los nombres de los árboles, en manos de mi secretaria, son el libro de filosofía que ahora leo, mientras intento aprender otros nombres, mientras intento leer y escribir sobre los árboles que observo, que observan, y que me rodean. Los nombres de los árboles, en manos de mi secretaria, me transportan a un mágico lugar donde el tiempo se detiene: Palos borrachos, Jacarandaes, Tipas, Espumillas, Ceibos, Lapachos. Y los nombres de los árboles, ahora, en mis manos, son nombres de esperanza que se protegen de la ciudad y del asfalto desde el cielo azul de las alturas: Tejo, Almez, Sequoia, Roble, Plátano, Olmo. “He dormido en cien islas en donde los libros eran árboles”, escribió Lawrence Ferlinghetti. Y ahora, con la asignatura pendiente aprobada, con la lección bien aprendida, los nombres de los árboles se mezclan, orgullosos, y unimos con ellos nuestros nombres.

domingo, 7 de septiembre de 2008

LA TIERRA PROMETIDA

Cuando se lo comenté a ella, cuando le dije que había noches en que algo me obligaba a hacerlo, que había noches como tumbas negras en que debía hacerlo irremediablemente, ella se quedó inmóvil, inexpresiva, ensimismada; se quedó callada; no articuló palabra; creo que no comprendió verdaderamente la importancia de lo que yo le estaba contando. A veces, personas que han vivido juntas toda la vida se convierten, en apenas unos segundos, en verdaderos extraños, en seres inquietantes el uno para el otro, en criaturas irreconocibles. El abismo que se ha abierto entre ellos es tan profundo y tan vasta la extensión de tierra que ahora los separa, que de nada sirven ya las palabras. Para intentar alcanzar un acuerdo, para intentar la comprensión o aliviar la agonía, habría que ingeniar la posibilidad de una forma de expresión completamente nueva, un idioma improvisado, desconocido, imposible, una suma de acciones o de gestos nunca vistos. Pero aquella tarde, quizás, ya estaba todo dicho; las palabras se descolgaban cansadas y había que volver a la ceremonia de la vida, a los hechos de la vida cotidiana; había que volver a la autopista. Cuando yo le dije a ella: “¿sabes?, ahora, incluso, rezo por las noches; no sé bien a quién ni cómo, pero necesito hacerlo”, ella no entendió absolutamente nada. Y todo se acabó disolviendo entre oscuros formalismos y arañazos de tensión de un viento idiota que alborotaba recuerdos con la inútil terquedad de un ángel muerto. En sus Diarios Filosóficos (1.914-1.916), escribió Wittgenstein: “¿Dios y la finalidad de la vida? Sé que existe este mundo. Que estoy situado en él como mi ojo en su campo visual. Que hay en él algo problemático que llamamos su sentido. Que ese sentido no queda en él, sino fuera de él. Que la vida es el mundo. Que mi voluntad atraviesa el mundo. Que mi voluntad es buena o mala. Que bueno y malo, por tanto, están relacionados de algún modo con el sentido de la vida. Que podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo. Y vincular a ello la comparación de Dios con un padre. Orar es pensar en el sentido de la vida”. Quizás si le hubiese leído esto a ella, en aquel preciso momento, me habría comprendido; aunque tampoco estoy seguro. En realidad, hay cosas que no se entienden si no se viven en carne propia, si no se ha sufrido la intensidad del colapso, del abandono, del asombro. Quizás existan barreras infranqueables que hay que respetar a pesar de todo. Quizás la vida nos hace estas ofrendas, misteriosas, porque siempre acaba ofreciéndonos algo a cambio. En The Promised Land (Darkness on the Edge of Town, 1978: un disco imprescindible) Bruce Springsteen confiesa: “Señor, no soy un niño, no, soy un hombre, y creo en una tierra prometida”. El mejor antídoto contra la incomprensión de los demás está en que uno mismo pueda llegar a entenderse y a construir su propio camino. En que uno pueda reconocer su nombre, y adivinar su rostro, en el largo callejón de los encuentros rotos. En que uno tenga claro, a pesar de las palabras, o gracias a ellas, cuál es la dirección del paraíso.