domingo, 28 de diciembre de 2008

DE DONDE NO SE VUELVE


Hubo un tiempo del riesgo y del conocimiento; o un tiempo del conocimiento y de la experiencia; o un tiempo de la experiencia y del abismo; del abismo, sí, posiblemente del abismo. Hubo un tiempo en que los hombres se enfrentaron a los dioses convencidos de que su empuje vital era invencible, de que eran poderosos, y de que estaban a salvo, al abrigo de la intemperie, como leones de piedra, duros y orgullosos, como gallos de pelea, y de que nada malo podía sucederles. A ese tiempo, algunos, por precaución, no regresan nunca; o no tienen fuerzas o no lo consideran oportuno. Otros, regresan en un ejercicio de memoria, hacen las cuentas, y juntan al azar lazos y cuerdas, crisálidas de sal y sucias vendas, licores de metal y flores secas; para escapar de allí a manotazos cuando el recuerdo se les hace insoportable, cuando la soga aprieta; para olvidar aquello en lo posible, y regresar a casa, a la costumbre, y desandar el camino recorrido, o lo que queda, como quien miente y se libera y luego escupe. Otros, en cambio, como Alberto, creen que, de ese lugar sin nombre, de ese lugar del riesgo, de la experiencia y del desastre, nunca se vuelve. Que ese lugar terrible, salvaje, que ese lugar de donde no se vuelve, es el lugar donde se habita. Y desde ese lugar, Alberto, nos relata el cuento de una herida desgarradora y abierta, de una herida física y simbólica, donde figuras y rostros y paisajes se hunden en el fondo misterioso de la imagen, de la fotografía, y se nos muestran callados como testimonio irrefutable de una historia, como prueba incuestionable del delito, en un aliento tan denso, tan crudo, y tan absurdo, que sentimos que miramos y nos miran, en una novela del tiempo donde el fotógrafo, Alberto, perseguidor de imágenes, nos cuenta la historia de su entorno, del instante, y los personajes del cuento se muestran imperturbables y quietos. “Una forma de ver –nos dice Alberto- es una forma de ser”. “Todos tenemos heridas, cerrarlas es cosa nuestra. Lo que sí creo es que gracias a mis fotos, me he liberado de ir al psiquiatra”. “Las fotos –concluye Alberto- son los ojos del narrador de un cuento”. Aunque, como todos ya sabemos, a los dioses del averno estas cosas del mundo les resbalan. Pero los dioses de entonces (de los que nos habla el cuento), aquellos héroes o locos que construyeron un mundo como aspirantes a dioses, y lo habitaron, eran divinidades sutiles cubiertas de asfalto y de diamante, fugaces dioses humanos hechos de sangre y de carne. Y por ahí se les iba la vida, o les llegaba en oleadas nerviosas de velocidad y humo, les inundaba los cuerpos, o en agujas hipodérmicas manchadas que inoculaban en sus ojos el virus del sueño de la avispa. Y Alberto vivió como ellos, entre ellos, como uno más, y tomó fotografías. Y Alberto ahora nos lo cuenta. Un personaje más entre otros personajes, en un viaje interior, introspectivo. Y tenemos que mirar para entenderlo. Y tenemos que pararnos en el centro para intentar comprender por qué nos miran y, sobre todo, a quién estamos mirando. ¿Quién mira a quién –nos preguntamos-; quién es quien mira, y cómo, y dónde se acaba la mirada? Y tenemos que parar para entender la mirada asesina de la ausencia. Y la crónica anunciada de una muerte entre luces, y destellos, y apariencias. “La magia de la vida –añade Alberto García-Alix- es el encuentro”. Y en el largo y sombrío poema que escuchamos, en ese montaje visual o película donde la voz de Alberto retumba metálica, en esa sala oscura de la que huiríamos, quizás, si hubiese una salida, el encuentro es el encuentro decisivo, el encuentro es el recuento y la memoria: “Bailar con dragones de color dorado”. “Morfina... Pentazocina. Palfium. Dolantina. Pentapón. Sosegón... Ampollas de Clorhidrato mórfico... Heroína... El limbo que antecede al infierno”. “Éramos jóvenes. Ingenuos. Irreverentes. Inquietos. Agitadores... Creativos... ¡Larga vida al Rock ‘n’ Roll!”. Y esa sentencia desnuda que bendice la confesión y que nos deja desnudos en la sala tenebrosa, aterradora y oscura: “El primero en morir fue mi hermano Willy y la primera en nacer fue su hija Nuria. Una lección magistral de vida”. No se puede, así, escapar del cuento, y de la magnífica y deslumbrante obra de Alberto García-Alix, porque en este trayecto de ida y vuelta algo se hace nuestro, y nos inquieta, algo nos hace suyo, y nos posee. “De donde no se vuelve” es la confirmación de que algo, allí, siempre te espera. De donde no se vuelve es la experiencia del Arte, con mayúsculas, que exige la comprensión, el viaje, la soledad y el silencio. Arte de la verdad y verdad del Arte. Vida de la verdad y verdad de la vida.

lunes, 15 de diciembre de 2008

RAYUELA, HOY

¿Cómo se vuelve a un libro, a un libro importante, después de tantos años? ¿Qué hace que uno vuelva, justo ahora, en este preciso momento? ¿Qué sucede cuando todo, el mundo, y el lector, y el libro, han cambiado? Rayuela, hoy. Tenía que llegar tarde o temprano. Tenía que llegar porque este libro ya me estaba esperando, como sólo esperan los libros; y era sólo cuestión de tiempo. Vuelvo a saltar ahora, de casilla en casilla, y empujo la piedrecita, impaciente, desde la tierra al cielo. ¿Cuántos ejemplares tengo de este libro, dispersos como cometas, en el exilio de mis libros? Cuando leí Rayuela, a finales de la década de los 70’, yo tenía los bolsillos casi vacíos; pero hoy los tengo llenos, llenos de piedras. Y estas piedras son como marcas o etiquetas, como lápices de cera que dibujan concordancias, uniones, adherencias, y que me hacen girar la cabeza hacia esa obsesión que me llama, insistente, cercana; que me llama y que reclama mi presencia. El profesor mexicano Pedro Gurrola me presta su caja de herramientas: Wittgenstein en Cortázar y Elizondo, Cuadernos Hispanoamericanos. Y gracias a él, y a su trabajo, enlazo dos planetas que se encuentran. Escribe Gurrola: “En el caso de Cortázar el interés por Wittgenstein se hace explicito en Rayuela (1963), en donde se le menciona en dos ocasiones, una en el capítulo 28 y otra en el 99. En ambos casos el nombre de Wittgenstein surge en el contexto de discusiones que giran alrededor de las relaciones entre lenguaje y realidad. En algunos momentos de estas discusiones podemos percibir claramente ecos del Tractatus. Por ejemplo, en el capítulo 28 se habla del fracaso de toda tentativa de explicación metafísica, pues ‘para definir y entender habría que estar fuera de lo definido y lo entendible’, lo que nos recuerda una de las afirmaciones centrales del Tractatus: la filosofía no puede ir más allá de los límites del lenguaje y éste no puede hablar del sentido del mundo, pues el sentido del mundo tiene que residir fuera del mundo (Tractatus, 6.41). En ese mismo capítulo se aborda la cuestión del solipsismo y de la imposibilidad de acceder a la realidad del otro. Oliveira niega que podamos asegurar la existencia de una realidad única, válida para todos, pues cada individuo es un ser esencialmente incomunicado con los demás. Un aislamiento que sólo podría romperse si pudiésemos percibir la realidad desde el otro: ‘si al mismo tiempo pudieses asistir a esa realidad desde mí o desde Babs, si te fuera dada una ubicuidad, entendés, y pudieras estar ahora mismo en esta misma pieza donde estoy yo y con todo lo que soy y lo que he sido yo y con todo lo que es y ha sido Babs, comprenderías tal vez que tu egocentrismo barato no te da ninguna realidad válida’. Aunque la discusión no está inspirada exclusivamente en ideas de Wittgenstein, la insistencia en que dicha incomunicación se debe a una insuficiencia del lenguaje, del que ‘hay que desconfiar, si uno es serio’, parece corresponder a una lectura negativa de la proposición 5.6 del Tractatus: Que el mundo es mi mundo se muestra en que los límites del lenguaje (del lenguaje que sólo yo entiendo) significan los límites de mi mundo’”. Como era lógico, yo busco enlaces ciertos; ahora es ésta mi tarea. “Pagés Larraya –concluye Pedro Gurrola- lo resume en la afirmación de que ‘para entender a los axolotl, no hay otra alternativa que ser axolotl’”. Y Wittgenstein, por si quedaban dudas: “si un león pudiera hablar, no lo podríamos entender”. Ahora aún me sorprendo al recordar que Cortázar comenzó a redactar Rayuela, sin un plan preciso, precisamente en el capítulo 41, justo a la mitad del libro, en el capítulo dedicado a los “tablones”. Y yo comienzo la lectura de Rayuela por este mismo capítulo, y me imagino enderezando clavos, como Horacio Oliveira, sin saber a ciencia cierta si hace calor o hace frío. Me imagino alcanzando mi viejo tablón de cedro, de una ventana a otra, de este lado al otro lado; y sueño que, en la ventana de enfrente, un axolotl me espera, con su tablón de pino, y que aún podemos juntarlos; y que hablamos el mismo idioma, y que me lanza los clavos, los signos, la yerba; y que se muestra desnudo sobre el viento transparente del abismo. Un axolotl dorado, de letras rubias, y un axolotl perplejo, curioso, renacido. Y vuelvo a leer Rayuela como puente o como juego; y empujo la piedrecita, inquieto, de casilla en casilla, de un lado al otro lado, desde la tierra al cielo.

domingo, 7 de diciembre de 2008

EN EL CAMINO


Nada es eterno. Todo tiene una duración determinada. Expreso un deseo, en un instante, en el andén del metro, y éste estalla, al momento, hecho pedazos. “Debemos buscar un equilibrio –le digo-, descansar de todo. Si no, corremos el peligro de volvernos locos”. Pero no recorro ni tan siquiera un par de estaciones, un par de etapas, y volvemos como al principio. Y encontramos que no se está tan mal, después de todo; y no queremos descansar, nada de nada; y vuelve este juego misterioso, e intercambiamos dardos, flechas, y nos volvemos locos. Más tarde, me regala una caja envuelta en papel de regalo; dentro de la caja, unas palabras, y una fotografía de Springsteen. ¡Quién sabe! Quizás Springsteen sabe qué diablos nos traemos entre manos. En Blinded by the light, Bruce Springsteen confiesa: “Fue cegado por la luz. Se soltó como un diablo, otro corredor en la noche. Cegado por la luz. Mamá siempre me dijo que no mirara al sol. ¡Oh, mama, pero ahí es donde te lo pasas bien! ¡Oh, sí, cegado!”. Expresar un deseo al instante y que éste estalle, de pronto, hecho pedazos. La realidad es un mucho más compleja de lo que yo me temía. Las cosas son más complicadas de lo que podemos conjeturar, o imaginar, mientras seguimos en el camino. En el camino, no puedes aventurar qué será de la lluvia que mojará con fuerza tu cazadora de cuero; qué será de la chica que te dejará desnudo cuando cruces la autopista; qué sendero deberás tomar, para no extraviarte, en el cruce de caminos. Porque nada es eterno. Porque todo tiene una duración determinada. Y no puedes quedarte quieto, o dormirte, o echarte a un lado. Quizás en el equilibrio encontrarías el descanso y hallarías la respuesta. Quizás en la locura te quedes ciego, pero dicen que es divertido.

jueves, 4 de diciembre de 2008

LA PALABRA ERRANTE

Imagina que alguien te dice “te necesito” y que tú no tienes a tu alcance los medios necesarios para administrar este argumento. Imagina que te alcanza una sensación de impotencia, de fracaso, de miedo, y que la búsqueda de la felicidad, entonces, se te antoja una entelequia, un sueño. Tú deberías contestar en el acto, con calma, porque el caso lo requiere, pero no encuentras las palabras. ¡Palabras! A la novela de tu vida parece que se ha asomado Cormac McCarthy, que él está escribiendo ahora tu historia; y las reflexiones filosóficas brotan sobre el lecho humeante del desierto; los jinetes echan pie a tierra y pasan en silencio entre los cadáveres de los argonautas; peregrinos anónimos entre las piedras con sus terribles heridas; las vísceras saliéndoles de los costados y sus torsos desnudos erizados de flechas. No, no es éste país para viejos, ni filósofos, ni poetas. Un criterio es una norma, un juicio o un discernimiento para conocer la verdad. El escepticismo es la desconfianza o la duda de la verdad o eficacia de algo, la convicción de que la verdad no existe o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla. Si toda escritura es autobiográfica (y esta lo es, sin duda), la palabra es errante. Podemos jugar a un juego con Wittgenstein: “Imagina que en un relato sustituimos cada décima palabra por la palabra ‘mesa’. Y ahora imagina que en algún lenguaje una palabra tuviera el uso que la palabra ‘mesa’ tiene en esta historia. ¿Cómo podríamos describir el uso de semejante palabra errante? ¿O qué significaría ‘Enseñar a alguien el uso de esta palabra’?”. Sólo quien conoce la importancia que tiene para mí el concepto de juego puede entender estas cosas. Se juega, siempre, en la extrema complejidad de la vida humana. Si a la amenaza del escepticismo se le suma la constatación de la contradicción, el asunto se complica. “La vida misma existe –escribe Eugenio Trías- y es en virtud de la contradicción. Allí donde hay contradicción hay fuerza vital. La contradicción es el signo mismo de lo viviente, de lo que está plenamente vivo. Y se halla en este sentido en las antípodas de la identidad”. “Yo, otro”, como escribe Imre Kertész, en Viena, buscando a Wittgenstein, que ya no está en Viena, en esa crónica del cambio que se pregunta si el yo es algo inamovible, o si está sujeto al cambio. Que se pregunta si no es, más bien, un fluir constante. Que reflexiona acerca de las transformaciones que afectan a las fibras más profundas del individuo. Que nos muestra un yo anterior, perdido, y que intenta comprender los cambios que éste ha padecido tras sus vivencias y sufrimientos. “Una dedicación excesiva al pensamiento –escribe Kertész- nos vuelve o infelices o místicos. Decir que el mundo no puede entenderse por el mero hecho de ser incomprensible es diletantismo. No entendemos el mundo porque no es esa nuestra tarea en la tierra”. Pero, entonces, ¿cuál es nuestra tarea en la tierra? Imagina que alguien te dice “te necesito” y que tú no contestas. ¿Cómo podrías volver a mirar tu rostro en el espejo? ¿Cuánto tiempo aguantarías en tu cuerpo y cómo vivirías con esa sensación de extrañeza? ¿Como un autómata? Y sí, los dos polos irreconciliables: una instancia prescriptiva (y vuelvo de nuevo a Trías) que no puede relativizarse (y aquí nos encontraremos con los criterios y con la amenaza del escepticismo) y un marco objetivo fluctuante, contingente, azaroso. Y es ahí donde se desarrolla la acción, la praxis. Pero tú aún no has encontrado la palabra exacta (y la escribes ahora: “te quiero”; aunque sea insuficiente) y ya no te sirven ni Kant, ni Aristóteles; ni la Ética a Nicómaco, ni la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. Sólo hay oscuridad de la luna invisible, como escribe McCarthy. Y las noches, ahora, sólo son menos negras. De día, el sol proscrito circunda la tierra cual madre afligida con una lámpara. Y yo me refugio del frío, de la nieve, encerrado en el cuarto de las muñecas. Tengo una rubia, especial, entrañable, con la que converso a oscuras; ella me lo enseña todo y me mantiene con vida. Si toda escritura es autobiográfica (y esta lo es, sin duda), la palabra es errante. Lo que cae bajo la mirada de un hombre debe ser rescatado de la nada. Su locura es su cordura, y a la inversa. Si le dejan, y aún tiene fuerzas, se pasará jugando la vida entera. “Me encuentro con gente –concluye Wittgenstein- que usa en su lenguaje una palabra errante”. Se juega, siempre, en la extrema complejidad de la vida humana. Pero, entonces, ¿cuál es nuestra tarea en la tierra? ¡Ay, Píndaro, viejo amigo! ¡Qué fabulosa tontería! ¡Llegar a ser lo que eres! Cuando se trata precisamente de todo lo contrario: de llegar a ser lo que nunca has sido; de llegar a ser lo que no eres.

lunes, 1 de diciembre de 2008

VOLADURAS

De una cosa sí que estoy seguro: sé muy bien de quién hablo, en qué pienso, y en quién estoy pensando; sé muy bien lo que busco, lo que anhelo, aunque sea cuestión de tiempo. Con las primeras nieves de otoño la mente se va despejando. Los copos, como agujas afiladas, como alfileres finos, se clavan a la entrada del cerebro y me abren, dulcemente, las puertas inquietantes del misterio. De pronto, Elisewin me pregunta: “¿Y cuál es tu poeta favorito?”. Y yo le contesto: “´Wittgenstein, Ludwig Wittgenstein”. “Pero Wittgenstein –me corrige Elisewin- no es un poeta”. “Ni yo tampoco, Elisewin –le respondo-, ni yo tampoco”. Entonces, Elisewin me observa con asombro mientras mi pelo encanece, lentamente; de nieve, de ausencia, de extrañeza; y los hombres patinan sobre el hielo. Hay una gota de daño sobre el tejado de un templo. Hay una sombra de duda entre las voces calladas del tiempo. Pero el poeta elegido, mientras tanto, ese poeta adoptado como poeta entre poetas, muestra a Elisewin el fondo, la senda, y el mundo en que reposan mis certezas. En el parágrafo 4, del primer volumen, de los Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología, Wittgenstein escribe: “Como ejemplo de la forma proposicional ‘si p, entonces q’, considera: ‘si viene, se lo diré’. Si no viene, ¿he cumplido mi promesa? ¿La he roto? Pero ¿se puede decir que esa proposición afirma una ‘conexión’? ¿Respondería a esto ‘no debe ser así’? No es como si la proposición hubiera sido: ‘Si estos dos se encuentran habrá lío’. Ésta podría ser una posible respuesta”. Con las primeras nieves de otoño la mente se va despejando. Alguien me pide paciencia desde un balcón que se asoma al borde del océano. Y yo le muestro a Elisewin el rostro enigmático de un niño. Y la nieve va cubriendo la autopista. Y en el cielo todo es blanco, y es azul, y es sueño.

jueves, 27 de noviembre de 2008

LECTURAS CRUZADAS

Sé que tengo que dar razones y que explicar las causas. Sé que ella me repite, en ocasiones, que somos personas adultas. Pero yo no lo tengo tan claro; al menos en mi caso. Sé que las cosas suceden y que intentar explicarlas conduce irremediablemente al fracaso. Lo sé por propia experiencia; no es la primera vez que lo intento y, mucho me temo, tampoco será la última. Llevo años sin comprender la vida, mi vida, y tengo serias dificultades para aprehender el secreto. Podría buscar un ejemplo entre mis apuntes de trabajo, algo que hiciera sentirme seguro; pero sólo sería un ejemplo. Wittgenstein y Bouveresse argumentan que el método freudiano confunde el crear significados con la búsqueda de las causas. El método de asociación libre puede crear nuevos significados, pero no sirve para explicar las relaciones causales. Wittgenstein puso el ejemplo de aventar objetos sobre una mesa; si empezamos a asociar libremente acerca de estos objetos, encontraremos un significado para cada objeto y sus lugares, pero no la causa de que estén en ese lugar. Una causa se encuentra experimentalmente. “Una causa –concluye Wittgenstein- se encuentra experimentalmente”. Lo que equivale a pensar que cualquier explicación es válida, o que el orden de los factores no altera el producto, el asunto, y que nunca nos conocemos satisfactoriamente. Aunque también pudiera ser que yo estuviera haciendo trampas. El poeta –escribió Fernando Pessoa- es un fingidor (aunque yo nunca miento); y yo necesito ahora, urgentemente, un calmante que me permita aliviar una impostura. Pero ya ni siquiera funcionan los calmantes, las drogas, las conjuras. Ella me aconseja que, si quiero saber cómo es, si quiero entenderla de veras, observe al jardinero y que lea a Alessandro Baricco. Mi jardinero es un tipo con cara de psicópata que ataca con saña el aligustre con una sierra mecánica que apesta a gasolina. En verano nos obliga a cerrar las ventanas y en invierno desaparece. El jardín se hiela desesperadamente y pájaros negros arañan la tierra buscando gusanos de arena. Pero el jardinero ha desaparecido como si fuese un fantasma. El jardín languidece como un libro sin palabras. Y, cuando llega la noche, la luna alumbra sombras que parecen surgidas de la nada. No hay nada en mi jardín que pueda enseñarme nada. Nada de nada. Así que lo intento con Baricco. Después de leer a Sam Shepard (que es lo que estaba leyendo cuando empiezo con Baricco: “Wipe Out”, de Luna Halcón: la historia de un guitarrista que se pasa tres días y tres noches seguidos tocando el mismo tema, hasta que tiene un orgasmo, masturbándose sobre su Les Paul Gibson, mientras sufre una descarga de electricidad procedente del ampli, y el pelo se le pone blanco y de punta) tengo la sensación de haber pasado de los 151 grados de un Navy Rum (como para matar a un caballo) a la suave levedad del agua tibia. La prosa de Baricco me trae el aroma salado del océano, Océano mar, pero no me calma; no estoy para tanta belleza; yo lo que necesito es el vigor majestuoso de un monstruo. Y, pasadas las primeras líneas, después de conocer a ese pintor que busca pintar el mar con agua de mar y que moja sus pinceles en el carmín rojo de los labios de una desconocida; después de conocer a Elisewin, enferma de una enfermedad que es algo menos, que si tiene un nombre debe ser ligerísimo, lo dices y ya ha desaparecido; después de conocer al Profesor Bartleboom, encallo cansado en los arrecifes. Aun así llego hasta mi habitación de la posada Almayer, aunque he de reconocer que no me siento a gusto del todo. Y sí, el mar, la playa. Y tiene razón Baricco: podría ser la perfección, un mundo que acaece y basta. Pero una vez más –escribe Baricco- es la redentora semilla del hombre la que ataca el mecanismo de ese paraíso. No sé cuánto tiempo permaneceré en la posada Almayer: quizás días, quizás horas. Pero sé que podría romper algo, estropearlo todo, y me aterra amenazar esa armonía. Además (y vuelvo de nuevo al libro de Shepard), Guadalupe ha tenido un accidente en la tierra prometida y la cosa parece grave. Una mancha de aceite, un patinazo, y hasta caer en la zanja. Al parecer, al levantarse, ha contemplado la luna, ha sumergido tres veces la cabeza en un charco de fango y ha pronunciado en perfecto castellano: “Todo el mundo”. Y todo el mundo se ha dado cita en su pesadilla: “El y Manolete volvieron a encontrarse después del accidente y Manolete le dijo que no bastaba con ser un hombre. Había que aspirar a la santidad. Le dijo que él casi lo había logrado. Un santo del capote. Jackson Pollock se reunió luego con ellos y opinó que Manolete decía gilipolleces. Que bastaba con ser un hombre. Eso era más difícil que la santidad. Además, ya hay santos de sobra. Guadalupe no sabía qué pensar. Corrió a consultar a Jimmy Dean y Jimmy se limitó a poner una expresión indecisa. Marilyn Monroe no tenía ninguna opinión al respecto. Brecht no hacía más que hablar de Alemania y la deshonra. Satchmo siguió secándose el sudor y balanceándose de un lado para otro. Janis quería más. Crazy Horse decía: ‘Pelea y muere joven’. Brian Jones tocó el arpa y no dijo nada. Dylan Thomas repitió: ‘Rebélate’. Jimi Hendrix dijo: ‘Lárgate’. Bip Bopper dijo: ‘¿Cómo?’. Johnny Ace dijo: ‘Dispara’. Y Davey Moore dijo: ‘Arrambla con todo’. Esto sí pudo entenderlo Guadalupe. Y después se tendió para descansar un buen rato”.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

BAJO EL VOLCÁN

Uno debería, en medio de su vaivén personal, proteger a la gente que ama. Uno debería entender que pertenece a un grupo de riesgo, a una comunidad extraña, y que no debería exponer su amenaza a amigos, o amantes, que deberían quedar al margen. Uno se da cuenta de ello siempre tarde, a destiempo, a contratiempo; y entonces entiende que su destino es reclusión o aislamiento; que alguien lo aparte con cuidado del curso natural de los sucesos; que nadie lo permita asomarse a la orilla de un balcón iluminado, perfecto, con luces de colores, sencillo, elegante, generoso, porque quizás no está preparado para ello; porque quizás (cuestiones de la vida) aún no lo merece. Siempre que me asomaba a la tapia del cementerio de La Recoleta, en Buenos Aires, me hacía la misma pregunta: ¿por qué no puedo estar aquí, tranquilo, disfrutando, y allí tampoco, en mi agujero, en Madrid, a más de 10.000 kilómetros de distancia? ¿Por qué no puedo vivir entre el hielo, cortante, caminando aunque tropiece y me levante, o en la tierra cotidiana de los hombres? Quizás la diosa punk del psicoanálisis tenía respuestas para ello; pero yo no estaba allí para entenderlo. Es como perder el tesoro que uno ansiaba, ilusionadamente, en apenas unos segundos; es como despertar del sueño y comprender que, en ocasiones, has actuado irresponsablemente. En busca de la ruta del descenso uno es siempre expulsado del paraíso. Necesitaría palabras para poder expresarlo, pero aún está aprendiéndolas (“Un alegato en pro de las excusas”, J. L. Austin). Y cuando debe justificar sus actos, el ángulo quebrado entre dos cuerpos que han escrito la historia más hermosa de todas las historias más hermosas, acude a la literatura (Bajo el volcán, Malcolm Lowry), y acepta el insulto humildemente (“fouk you”, señala ella, y a mí me duele el alma), o acepta el castigo con tormento; y dibuja el cuadro elemental que apenas sirve, pero que muestra al viejo explorador bajo el volcán, hundido en brasas; al hombre que persigue, confuso, y que no encuentra; al pariente lejano de Geoffrey Firmin que ha olvidado que las cosas, a veces, poseen un sentido; que ha olvidado que ella (tan sólo ella, tan sólo ella), tan linda, no merecía ese trato; que ha olvidado que la tierra, entre sollozos, es puta tierra. “De golpe las vio, las botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, los vasos, una babel de vasos —hacia arriba, como ese día el humo del tren— subidos hasta el cielo y cayendo luego, los vasos quebrados, los vasos volcados cuesta abajo por los jardines del Generalife, las botellas rotas, botellas de oporto, tinto, blanco, botellas de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas destrozadas, botellas descartadas que caen sordamente en parques, debajo de bancos, de camas, de sillas de teatro, escondidas en los escritorios de los consulados, botellas de calvados soltadas y quebradas, o vueltas trizas, arrojadas en los basureros, lanzadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, al Caribe, botellas flotando en el océano, escoceses muertos en las colinas del Atlántico —y ahora las veía todas, las olía todas, desde el comienzo mismo—, botellas, botellas, botellas y vasos, vasos, vasos, de bitter, Dubonnet, Falstaff, rye, Johnny Walker, Vieux Whiskey Blanc Canadien, los aperitivos, los digestivos, los medios, los dobles, el noch ein Herr Obers, el et Glas Araks, las botellas, las botellas, las hermosas botellas de tequila y las calabazas, calabazas, los millones de calabazas de hermoso mescal...”.