domingo, 26 de abril de 2009

NUESTRO DESTINO MÁS AUTÉNTICO


Una primera impresión, o un juicio equivocado, pueden ser los síntomas de una comprensión precipitada o de una panorámica incompleta. Me cuesta contextualizar determinados asuntos, pero esto también revela cierta forma de leer o de trabajar los textos. Me cuesta leer determinados textos porque, en ocasiones, carezco de la información suficiente y, en otros casos, debo vencer determinados prejuicios. Pero un juicio equivocado debe ser también juzgado o, cuando menos, puesto en tela de juicio. Aunque tampoco tengo claro que determinados juicios, por precipitados, yerren obligatoriamente. Y podría ser que, gracias a la rapidez con la que se emite el juicio, se acertara en algo que, hasta ese momento, pasaba por inadvertido, limitándose a ocupar un cómodo lugar en el consenso de todos y en la conformidad de todos. Si de lo que se trata, además, acertadamente o no, es de opiniones, siempre podemos recordar lo que escribió Thomas Jefferson: “Una opinión equivocada puede ser tolerada donde la razón es libre de combatirla”. Y si, oportunamente, logramos traspasar la tupida red de la opinión, ya amenazada, para ingresar en el mundo desconcertante del concepto, no habremos perdido el tiempo. Las cosas, nos obstante, siempre se pueden decir de muchas maneras. Y si el tono no me gusta, o considero que el desprecio es exagerado, o injustificado, buscaré la fórmula correcta para describir lo que acepto, o aquello que más se acerque a la descripción que acepto. Karl Popper, por ejemplo, lo expresó en los siguientes términos: “El problema entre el racionalismo y el tradicionalismo autoritario puede también describirse como aquél entre, por un lado, la fe en el hombre, en la bondad humana y en la razón humana y, por el otro, desconfianza en el hombre, en su bondad y en su razón”. Cuando de lo que se trata, además, es de hablar de mando y obediencia, de autoridad y sumisión, de señores y súbditos, uno debe estar alerta y, aun a riesgo de equivocarse, tomar determinadas precauciones. Y no debe temer, ni mucho menos, una primera impresión o un juicio equivocado, porque es mucho, muchísimo, lo que está en juego. Y no tendré problema, llegado el momento, en estar de acuerdo con Ortega y Gasset cuando éste dice: “Para mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascender de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia”; ni cuando señala cuál debe ser “nuestro destino más auténtico”. Será como reconocer de nuevo la “vida buena” en el imperativo pindárico “llega a ser lo que eres”; o en la exigencia wittgensteiniana de “para llegar a ser bueno sigue trabajando”. Pero seguiré tomando precauciones cuando Ortega, más adelante, señale: “Un hombre de selección, para sentirse perfecto, necesita ser especialmente vanidoso, y la creencia en su perfección no está consustancialmente unida a él, no es ingenua, sino que llega de su vanidad, y aun para él mismo tiene un carácter ficticio, imaginario y problemático”. ¿Una primera impresión, de nuevo, una opinión equivocada, un juicio precipitado? A veces, en ocasiones, ocurren estas cosas, y podríamos ahora estar ante ello; pero uno debe asumir ciertos riesgos. “Ensucio todo con mi vanidad”, escribió Wittgenstein. Y también: “Desearía ser un hombre mejor y tener una mente mejor. En realidad estas cosas son una y la misma”.

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