Antigüedad extraña. Cuesta trabajo imaginar que ese tiempo haya existido; pero somos los hijos, desterrados, de ese tiempo. Un tiempo que, como un templo en ruinas, nos ofrece luces y sombras. Un tiempo como un mundo, o un misterio, que se pierde en el mundo y en el tiempo. Si en verdad procedemos de ese mundo, como sugieren las ruinas, como hemos decidido imaginarnos, ¿qué ha quedado en nosotros de esa herencia? ¿Qué perdimos cuando llegó el declive, la decadencia, y se quebraron los ecos, violentos, del dios avieso que dominaba en el templo? Entonces, Apolo se manifestaba con la hostil amenaza de su arco y la dulce indulgencia de su lira; la muerte y la belleza en la palabra de un dios temible que mostraba la armonía, en sus dos caras, al ensueño terrenal de la apariencia. Pero era la Sibila, a través del dios, la que hablaba a los hombres. Y como bien sabía Heráclito, les hablaba “con boca insensata”. La Sibila decía “cosas sin risa, ni ornamento, ni ungüento”. Y en ese mundo extraño los hombres aprendían que adivinación y locura eran reglas de un mismo juego; y que adivinación y locura expresaban el enigma. Así lo describe Giorgio Colli en El nacimiento de la filosofía: “Si la investigación sobre los orígenes de la sabiduría conduce a Apolo, y si la manifestación del dios en esa esfera se produce mediante la ‘manía’, en ese caso habrá que considerar la locura intrínseca a la sabiduría griega, desde su primera aparición en el fenómeno de la adivinación”. No hay motivos para negar que así hayan sido las cosas, porque así las pensamos ahora. No hay motivo para pensar que los dioses ya no hablan, ahora, en nuestros días, aunque sólo lo hacen a unos pocos. A los hombres modernos los dioses les parecen un estorbo, aunque algunos escuchan sus palabras y se espantan; o las traducen con signos a un inefable poema; o enmudecen para siempre con la mirada perdida y la cruel desgarradura de una sonrisa. Aunque, como más tarde afirmará Platón, en el Timeo, “sólo a quien es cuerdo le conviene hacer y decir lo que le concierne, y conocerse a sí mismo. De esto se deriva la ley de erigir al género de los profetas en intérpretes de las adivinaciones inspiradas por el dios”. Locura adivinatoria y palabra profética: artes divinas que el dios otorga a la insensatez humana. Cuesta trabajo creer que así hayan sido las cosas, pero así pensamos en ellas. Y al evocarlas, de la mano del filósofo que pasea entre las ruinas y nos muestra, paciente, la estela inquietante del jeroglífico curvo, comenzamos el camino que nos conduce a la sombra o a la llama que ilumina lo que aún queda de ella. “La señal del paso de la esfera divina a la humana –concluye Colli- es la oscuridad de la respuesta, es decir, el punto en que la palabra, al manifestarse como enigmática, revela su procedencia de un mundo desconocido”.
domingo, 22 de marzo de 2009
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2 comentarios:
Precioso. Y a veces es el propio Esculapio quien se dirige a uno. Todos somos sibilas en nuestros sueños. Muy buena tarde, Enrique. Cuanto placer...
Gracias por tu comentario, María, eres siempre muy generosa connmigo. Que los dioses te traten bien y encuentres palabras hermosas en tus sueños y en tu vigilia. Que Apolo se te muestre con la Lira, y deje el Arco, a ser posible, para otro día. Un abrazo.
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