Como yo no soy un profesional de la materia, ni tengo responsabilidad alguna sobre el tema, ni, afortunadamente, pertenezco a la compleja y solemne comunidad de las Letras, puedo permitirme determinadas licencias. Sacar las cosas de quicio, o fuera de contexto, o suponer que es posible que esté ocurriendo algo que tengo por imposible, practicando la derogación del sentido de lo ordinario, siempre me ha permitido cierta visión marginal de las cosas. Y este es un placer secreto, y una adicción ingenua, que me proporciona momentos de intensidad indescriptibles. ¿Por qué debería privarme de continuar jugando a este juego, a esta manera tan poco habitual de acercarse a los asuntos? ¿Por qué se trata de confesar, o de descubrir, a pesar de lo que parecería prudente, y pasando por alto las señales que anuncian el peligro, necesidades más verdaderas? Pero hoy estoy escribiendo sobre una cuestión bastante trivial, intrascendente. Y tan sólo se trata de responder a la pregunta de cómo y porqué ordeno mis palabras, mis libros, mi biblioteca. Y comparar después este orden privado con la clasificación, y disposición, a la que me enfrento cada día cuando intento encontrar un libro en algunas de las grandes librerías de Madrid que habitualmente frecuento. Y sí, de acuerdo, posiblemente esté escribiendo una gran tontería. Aunque, como dice Clancy Chassay, el niño Wittgenstein, al principio de la película de Derek Jarman: “Si la gente no hiciera tonterías de vez en cuando, nunca se haría nada inteligente”. Al parecer, un bibliotecario llamado Melvil Dewey creó, en 1876, un sistema numérico decimal para organizar los libros de la biblioteca escolar en la que trabajaba, el llamado “Sistema de Clasificación Decimal Dewey”. Dewey dividió el conocimiento en diez grandes categorías: Generalidades, Filosofía, Religión, Ciencias Sociales, Filología, Ciencias Naturales, Técnica y Ciencias Prácticas, Arte y Literatura e Historia. Y cada cifra puede subdividirse muchas veces para lograr identificar claramente cada materia. De esta manera, debió de pensar Dewey, se pueden organizar los libros en las estanterías, de forma que todos los que traten sobre una materia específica queden ubicados en el mismo lugar. Supongo que las grandes librerías que yo visito utilizan un sistema parecido al de Dewey, aparte de situar los libros en base también a criterios tan banales como el económico (Novedades, Best Sellers, etcétera) o el, a primera vista, mucho más practico de organizarlos por Editoriales o Colecciones. Mi problema comienza cuando comparo este sistema con el que yo empleo en mi biblioteca o cuando intento adquirir un libro siguiendo mis propios criterios personales. Alguien podría pensar que he perdido el norte del todo o que me he vuelto completamente loco; la gente sabe muy bien cómo funciona el mundo, ¿para qué buscarle tres pies al gato? Pero también podríamos estar ante cierta patología inofensiva que nos informa de un hueco gramatical de enorme importancia. Algunos de mis poetas preferidos, por ejemplo (Wittgenstein, Cioran, Camus, Beckett), no se encuentran nunca en la sección de Poesía y sí descansan allí los libros de poetas cuyos versos, como bien señala Juan Goytisolo en su Homenaje a José Ángel Valente, harían enrojecer de vergüenza al versificador más novato o humilde en cualquier otro país. Las mejores novelas policíacas que he leído en mi vida, las del siciliano Leonardo Sciascia, por supuesto, se encuentran desterradas de la sección de Novela Policíaca y sólo puedo acceder a ellas si me acerco hasta la interminable sección de Literatura Extranjera. Y dos libros que considero imprescindibles para comprender conceptos como fe, milagro, creencia, infierno y paraíso, es decir: Fútbol, una religión en busca de Dios, de Manuel Vázquez Montalbán, y Dios es redondo, del mexicano Juan Villoro, no los encuentro nunca en el apartado reservado a Religiones y debo seguir buscando en extrañas estanterías inexploradas. La otra tarde, por seguir con los ejemplos, cuando estaba repasando las novedades de la sección Filosofía me encontré con un pequeño librito de “autoayuda”. Y yo me pregunté al momento, ¿qué diablos hace aquí este libro? ¿Qué demonios tienen que ver la “autoayuda” y la filosofía?. El librito en cuestión (Nietzsche para estresados, 99 píldoras de filosofía radical contra las preocupaciones, de Allan Percy) plantea la aplicación práctica del pensamiento del filósofo del eterno retorno a entornos y situaciones del día a día, tanto para el mundo de la empresa como para el ámbito personal. Allan Percy es experto en coaching y en manuales de superación personal. A pesar de todo, he de confesar que me hice con un ejemplar del libro y que, para acabar de completar el cupo de tonterías de esta semana, pienso leerlo. Me imagino introduciendo a Nietzsche en las reuniones de empresa, en el mundo de los valores mercantiles y de la crisis económica, y se me saltan las lágrimas de risa; pero es una risa histérica, no se confundan. A mí, lo que verdaderamente me gustaría es amontonar mis libros en un viejo almacén abandonado, lejos de casa, esparcidos por el suelo, sin orden, consumidos por el polvo. Cada libro que poseo es una parte de mi propia vida, cuenta mi propia historia, y desearía que descansaran así, todos revueltos. Así, al intentar encontrar alguno, poder seguir jugando al juego de los encuentros casuales o al juego de las asociaciones libres. Y cuando me alcanzara, tras haber encontrado el libro correcto, el inevitable rayo del arrepentimiento (escribo tonterías, hago tonterías, y luego me arrepiento) poder leer en voz alta el pensamiento de Frank Bascombe (Richard Ford, El periodista deportivo) completamente convencido: “... déjenme que les diga una sola cosa: si escribir de deportes enseña algo, y en esto hay tanto de verdad como de mentira, es que, para que la vida valga la pena, tarde o temprano hay que enfrentarse a la posibilidad de sentir un terrible y doloroso arrepentimiento. Pero hay que intentar evitarlo o uno echaría a perder su vida. Creo que yo he conseguido esas dos cosas, me he enfrentado al arrepentimiento y he evitado la ruina. Y todavía estoy aquí para contarlo”.
domingo, 1 de marzo de 2009
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2 comentarios:
Comparto un terror con Sciascia, el de ser enterrado vivo. Vamos, compartía, por las dos vertientes. Ahora, mi mesa... hace días que quiero resolverlo. pero encuentro un cierto encanto en este amasijo de libros que han venido a dar aquí. Pisa literaria de menos plantas, de más formas. En filosofía autoayuda ayudaría más,o al vesre, de nuevo. Creó que se lo leí a usted, de algún modo. Buenas tardes, sin dejar de decir que su texto excelente, como en usted es habitual.
Yo comparto con Sciascia la adicción al tabaco y el temor al Poder, siempre en la sombra. En cuanto a los libros, que se organicen ellos solos si quieren. Ya me encargaré yo de dar con el libro preciso, en el momento oportuno. Buenas tardes, María, y gracias por tu comentario, tan agradecido como siempre.
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