Uno debería, en medio de su vaivén personal, proteger a la gente que ama. Uno debería entender que pertenece a un grupo de riesgo, a una comunidad extraña, y que no debería exponer su amenaza a amigos, o amantes, que deberían quedar al margen. Uno se da cuenta de ello siempre tarde, a destiempo, a contratiempo; y entonces entiende que su destino es reclusión o aislamiento; que alguien lo aparte con cuidado del curso natural de los sucesos; que nadie lo permita asomarse a la orilla de un balcón iluminado, perfecto, con luces de colores, sencillo, elegante, generoso, porque quizás no está preparado para ello; porque quizás (cuestiones de la vida) aún no lo merece. Siempre que me asomaba a la tapia del cementerio de La Recoleta, en Buenos Aires, me hacía la misma pregunta: ¿por qué no puedo estar aquí, tranquilo, disfrutando, y allí tampoco, en mi agujero, en Madrid, a más de 10.000 kilómetros de distancia? ¿Por qué no puedo vivir entre el hielo, cortante, caminando aunque tropiece y me levante, o en la tierra cotidiana de los hombres? Quizás la diosa punk del psicoanálisis tenía respuestas para ello; pero yo no estaba allí para entenderlo. Es como perder el tesoro que uno ansiaba, ilusionadamente, en apenas unos segundos; es como despertar del sueño y comprender que, en ocasiones, has actuado irresponsablemente. En busca de la ruta del descenso uno es siempre expulsado del paraíso. Necesitaría palabras para poder expresarlo, pero aún está aprendiéndolas (“Un alegato en pro de las excusas”, J. L. Austin). Y cuando debe justificar sus actos, el ángulo quebrado entre dos cuerpos que han escrito la historia más hermosa de todas las historias más hermosas, acude a la literatura (Bajo el volcán, Malcolm Lowry), y acepta el insulto humildemente (“fouk you”, señala ella, y a mí me duele el alma), o acepta el castigo con tormento; y dibuja el cuadro elemental que apenas sirve, pero que muestra al viejo explorador bajo el volcán, hundido en brasas; al hombre que persigue, confuso, y que no encuentra; al pariente lejano de Geoffrey Firmin que ha olvidado que las cosas, a veces, poseen un sentido; que ha olvidado que ella (tan sólo ella, tan sólo ella), tan linda, no merecía ese trato; que ha olvidado que la tierra, entre sollozos, es puta tierra. “De golpe las vio, las botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, los vasos, una babel de vasos —hacia arriba, como ese día el humo del tren— subidos hasta el cielo y cayendo luego, los vasos quebrados, los vasos volcados cuesta abajo por los jardines del Generalife, las botellas rotas, botellas de oporto, tinto, blanco, botellas de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas destrozadas, botellas descartadas que caen sordamente en parques, debajo de bancos, de camas, de sillas de teatro, escondidas en los escritorios de los consulados, botellas de calvados soltadas y quebradas, o vueltas trizas, arrojadas en los basureros, lanzadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, al Caribe, botellas flotando en el océano, escoceses muertos en las colinas del Atlántico —y ahora las veía todas, las olía todas, desde el comienzo mismo—, botellas, botellas, botellas y vasos, vasos, vasos, de bitter, Dubonnet, Falstaff, rye, Johnny Walker, Vieux Whiskey Blanc Canadien, los aperitivos, los digestivos, los medios, los dobles, el noch ein Herr Obers, el et Glas Araks, las botellas, las botellas, las hermosas botellas de tequila y las calabazas, calabazas, los millones de calabazas de hermoso mescal...”.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
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1 comentario:
uno debería comenzar por aceptar que se puede equivocar sin haber deseado dañar a nadie. Uno debería vivir sin tanta presión, sin tantas expectativas de realización inmediata. Uno debería pensar que ésto se acaba y entonces, no es cuestión de desperciar lo que resta con lamentos. Uno debería rescatar lo valioso que fue animarse a dar el paso y no detemerse em la decepción del destino. Nada es tan perfecto como en la ilusión, pero es, y eso no resulta una cuestión menor. En el cementerio de la Recoleta, los ángeles inmóviles custiodian a quienes no son. Mientras estemos fuera de allí, mientras los ángeles de la guarda nos custodien en movimiento, habrá posibilidad de llegar a la cima del volcán y alejarse del fuego, o de acercarse a otros fuegos de menos riesgo y más placenteros. Uno puede, o tal vez, más precisamente, uno debe seguir explorando otros territorios y no dejar que nadie lo aisle. Esto es la vida. Un abrazo.
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