Quiero creer que a un científico del pop (Nacho Cano dixit) como Antonio Vega no le hubiera disgustado una analogía como ésta: “Imaginemos –escribió Wittgenstein describiendo su particular visión del conocimiento científico de la realidad- una superficie blanca con manchas negras irregulares. Al margen de la imagen de conjunto que adopten, siempre podremos aproximarnos a ella con toda la exactitud que queramos cubriéndola con una malla tan fina como sea necesario y anotando en cada espacio si es blanco o negro. De esta manera habremos impuesto una estructura uniforme en la descripción de la superficie”. Evidentemente, la malla tendría las características que permitirían un acercamiento lo más exacto posible a esa superficie blanca con manchas negras irregulares que aquí, en estas líneas de escritura, no es más que una metáfora de la vida. Y la malla del científico del pop sería el componente subjetivo, o el elemento a priori kantiano; mientras que la superficie blanca con manchas negras irregulares, es decir, la realidad del mundo y de la vida a la que nosotros podemos tener acceso, sería el elemento objetivo, o el elemento a posteriori kantiano. A través de la malla que anteponía entre él y el mundo, Antonio alcanzaba el conocimiento de la blancura más intensa y de la oscuridad más negra; del claro amanecer de la esperanza y de las noches en vela. Y quiero creer que así se acercaba a la realidad Antonio, a la vida; y que así componía sus canciones, en un ejercicio de sensibilidad extrema, de precisión y de síntesis que las hacía casi perfectas. Y no creo que todas lo fueran (ni tenían porqué serlo); pero media docena de ellas, al menos, las que todos tenemos en mente, expresan lo extraordinario y lo sencillo de las cosas cotidianas; la bendita maldición de la belleza y el símbolo perverso del abismo; las virtudes y los vicios que insinúan la compleja identidad de un ser humano. A través de la malla de Antonio aún se pueden ver los signos de una historia que no se diferencia demasiado de otras historias: una tarde de lluvia, en Malasaña; una copa helada de absenta; un beso robado en la penumbra del “Penta”; pero que en manos de Antonio, en la voz de Antonio, nos recuerdan que se trata de nuestra propia historia, de quienes fuimos entonces y de cómo recorrimos el camino, de quienes somos ahora y porqué nos persiguen los fantasmas. Dejándonos desnudos ante la incógnita implacable de un espejo. Dejándonos a solas con la extrañeza inexplicable de un recuerdo. Que una simple canción consiga todo esto no dejará de asombrar a algunos. Que la cultura de masas sea la responsable de la banda sonora de una vida no debería sorprender a nadie. El rock es sólo basura, pensarán algunos; pero como la Suzanne de Leonard Cohen siempre ha caminado entre la basura y las flores. Y algunas de las flores más hermosas son hijas de la lucidez y el ruido. Y algunas de las flores más hermosas, más sublimes, aparecen donde nadie las espera. Como escribe Nöell Carroll en Una filosofía del arte de masas: “La tarea de condenar o alabar el arte de masas en virtud de su propia naturaleza me parece quijotesca. Como la mayoría de las prácticas humanas, el arte de masas involucra ejemplos dignos e indignos (moral, política y estéticamente), y la alabanza o condena parece apropiada al nivel de los ejemplos particulares. Supongo que podría decirse en su defensa que es valioso porque pone la experiencia estética al alcance de mucha gente; pero yo creo que la auténtica defensa consiste en que ha producido obras de gran calidad”. Aquellos jóvenes muchachos de 1980 olvidaron los nombres de Kierkegaard, Nietzsche, Flaubert, dejando de lado todo lo que significaba la cultura con mayúsculas. Pero, en cambio, memorizaron e hicieron suya una nueva cultura que incluía el aprendizaje de nombres rarísimos: Siouxsie & the Banshees, Echo & the Bunnymen, Joy Division. Y aquellos jóvenes muchachos leyeron a William Blake, una tarde plomiza de otoño: “Los caminos del exceso conducen al palacio de la sabiduría”. Y compartieron el elixir de la eterna juventud olvidándose del resto. Y se hicieron sabios, o al menos lo intentaron, a pesar del riesgo. Bob Spitz, crítico musical, que hizo balance de los 10 años de democracia y música pop para la revista Rolling Stone en 1985, afirmó que aquella generación buscaba emociones en lugar de soluciones. A través de la malla de Antonio se adivinan los signos de una historia que no se diferencia demasiado de nuestra propia historia. A través de la malla de Antonio no se vislumbran soluciones; pero nunca falta el amor, la emoción, el enigma.
domingo, 24 de mayo de 2009
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2 comentarios:
prosa linda, Enrique. Verás, ya he vuelto.
Hola, pini. Me alegra saber que has vuelto. Ya te echaba de menos y, además, creo, tenemos muchas cosas que contarnos. Y lo haremos. Yo, al menos, lo haré por mi parte. No lo dudes.
Un abrazo.
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