¿Es la filosofía una forma de vida y un juego de lenguaje? ¿O más bien, por el contrario, consiste en una quiebra de otras formas de vida y juegos de lenguaje? Tampoco cabe descartar esta aproximación inteligente. En el fondo, esto está sobre la mesa desde el principio, inalterable y constante, y se ha fijado a la piel como un tatuaje, negro y eterno, para toda la vida. ¿Te abrazas a ti mismo, asustado, e intentas comprender lo que se esconde? ¿Y qué te hace pensar que hay algo que se esconde? ¿No es más cierto que todo está a la vista, que todo se muestra transparente? ¿Acaso se olvida que todo proceso interno requiere criterios externos? Cuando se lo explico a Kraus, al despedirme, él intenta convencerme de todo lo contrario; pero yo no encuentro otra justificación posible. “Una maldición de mil demonios –le digo- que parece, curiosamente, caída del cielo”. Por ello, no es de extrañar que Wittgenstein, en las Vermischte Bemerkungen, escriba: “Ningún grito de tormento puede ser mayor que el grito de un ser humano. O, de nuevo, ningún tormento puede ser mayor que el que experimenta un solo ser humano. Un ser humano puede experimentar un tormento infinito y necesitar así una infinita ayuda”. Y en Investigaciones Filosóficas, desde otra perspectiva, siga dejando pistas de la complejidad del asunto: “Un ser humano puede ser un completo enigma para otro”. Y también: “Si he agotado las justificaciones… entonces estoy inclinado a decir: ‘Así es simplemente como actúo’” (217). “Las explicaciones tienen en algún lugar un final” (1). “Bueno, ¿cómo lo sé yo [cómo continuar]?... Si esto quiere decir ‘¿Tengo razones?’, la respuesta es: las razones pronto se me agotan. Y entonces actuaré sin razones” (211). Y por ello, como escribía yo al principio, me parece muy esclarecedora, y a tener muy en cuenta, esta aproximación de Antonio Valdecantos: El hombre que se equivocaba de conversación. A propósito de las notas sobre Wittgenstein de Oets Kolk Bouwsma: “La filosofía ha sido asunto, casi siempre, de gente inadaptada que quiere saber en qué consiste su desquiciamiento, y la filosofía de Wittgenstein (la primera y la segunda) es un intento de decir: mira, para que no fueras un inadaptado tendrías que creer esto y esto y esto, y entonces estarías bien instalado en el mundo y no te pasarían las cosas que te pasan, a ver si te vas dando cuenta. Lo malo es que el tener una idea clara de aquello en lo que consistiría estar sano o ser feliz no suele servir en absoluto para calmar los rigores de la enfermedad ni de la desdicha, y esto es lo que debía de pasarle a Wittgenstein con su filosofía, al principio y al final. En realidad, la filosofía de Wittgenstein trata de cómo se ve la salud cuando se está enfermo y sin mucha esperanza de cura”.
jueves, 19 de febrero de 2009
jueves, 12 de febrero de 2009
BARCELONA (TODAS LAS PÉRDIDAS)
Como en el verso de Lao-Tsé: lo no existente es capaz de penetrar lo impenetrable. Y uno puede aceptar, o rebelarse, pero nada cambia en el mundo. Y uno puede intentar ser feliz, o desventurado, pero el mundo no cambia. “Mi ideal –escribió Wittgenstein- es una cierta indiferencia: un templo que cierre el paso a las pasiones sin ser afectado por ellas”. Y esto es lo que desea un alma atormentada. Y esto es lo que yo deseo ahora. Entonces, las rosas eran impenetrables, azules, recién llegadas de Ámsterdam. Ahora, camino por Barcelona, sin rosas, porque debo seguir caminando. Nos pasamos la vida perdiendo algo, ¿por qué ahora iba a ser diferente? Por el Carrer d’Elisabets voy ahuyentando sombras, las sombras de todas las perdidas, sombras de sombras. Y en la Plaça dels Àngels no encuentro ángeles; el edificio del MACBA se cruza en mi camino como un espejismo luminoso, extraño, cegando mis ojos cansados con una violencia de arañazos blancos. Cuando levanto la cabeza, y miro hacia la izquierda, a un lado del espejismo, descubro los balcones. Los balcones desnudos son las venas abiertas de una ciudad donde camino y donde busco descanso. Entonces, las rosas eran impenetrables, azules, recién llegadas de Ámsterdam. Que tinguis sort, le dije. Que tengamos suerte.
domingo, 1 de febrero de 2009
FOTOGRAFÍA
Unas botas de trabajo, unas viejas y desgastadas botas sobre una tierra gris, estéril. Y unas marcas silenciosas en la arena. Y una sombra incipiente y sospechosa. Walker Evans: “Floyd Burroughs’ Work Shoes”. Antes lo hemos visto, o creemos haberlo visto, pero ya no lo vemos. Contemplamos solamente la quietud obstinada que desprenden los recuerdos. Ahora ha desaparecido de la imagen y lo echamos en falta. Y, sin embargo, es tanta la información que posee la imagen que podemos examinar, junto a ella, todo el mapa y el origen de una historia: La Gran Depresión en los Estados Unidos; la difícil cotidianeidad de los granjeros sureños en la América de 1930. Pero no es éste el motivo por el que nos hemos detenido ante esta fotografía; otras fotografías nos documentaban también sobre ello. Nos hemos detenido ante esta fotografía porque, aunque es como otras fotografías, aunque nada la diferencia de otras fotografías de Walker Evans tomadas entre los granjeros de Alabama o Virginia, en esta fotografía hemos descubierto que falta algo. Que lo que muestran los objetos del recuerdo, y de la fotografía, son los restos del vacío. Que lo que antes estaba, de pronto, ha desaparecido. “Tengo poderosas razones para confesar que la fotografía es el arma de un crimen”, escribe Alberto García-Alix en Moriremos mirando, la antología de sus textos completos. Y ahora comprobamos, extrañados, que estamos ante las huellas de un asesinato. Y que lo vemos, o creemos haber visto, nos asombra y nos inquieta. Como escribe Roland Barthes, en La cámara lúcida: “La Fotografía no dice (forzosamente) lo que ya no es, sino tan sólo y sin duda alguna lo que ha sido”. Y esto ya lo sabíamos porque también nosotros guardamos fotografías donde algo se ha perdido para siempre, o donde algo falta. Y no queremos volver a ver esas fotografías. Y no queremos tener que enfrentarnos a ellas. Quizás porque, como expresaba el propio Evans, estas imágenes nos enfrentan a la conciencia aguda del mundo. Y en esa conciencia del mundo la muerte y el tiempo se cruzan para cegar nuestras almas y desnudar nuestros ojos. La muerte y el tiempo se muestran para imantar nuestra mirada.
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