Así definía el género el crítico de cine Ángel Fernández-Santos: “La idea de que en un universo consumado y cerrado sobre sí mismo todavía es posible cruzar la línea que los puntos sin retorno dibujan en los secretos mapas de los sueños. El simple vadeo de un río cuya orilla sigue inexplorada o la cabalgada libre sobre una planicie ilimitada son configuraciones imaginarias en las que una remota frontera histórica se convierte en una cercana frontera mental. Eso es un western”. Cuenta Anthony Kenny que Wittgenstein, después de sus agotadoras clases en Cambridge, en 1930, solía acudir al cine donde se sentaba en la primera fila de butacas, masticando una empanada de carne de cerdo, completamente absorto, y que sus películas preferidas eran las películas del Oeste; Wittgenstein decía aprender en ellas más sobre ética que en todos los tratados filosóficos sobre el tema. Creo que a Wittgenstein le hubiera gustado la nueva versión de El tren de las 3.10, de James Mangold, remake del viejo western de Delmer Daves, basado en un guión de Elmore Leonard. En El tren de las 3.10, el bien y el mal se enfrentan, cara a cara, en una lucha a muerte donde las luces y las sombras nos desvelan la complejidad eterna de los seres humanos. Como en una partida de ajedrez, juegan blancas contra negras, pero a veces los colores cambian, o parece que cambian, o al menos tenemos la duda de que las cosas, como en la vida misma, nunca son como parecen. El ranchero Dan Evans (Christian Bale) representa la honestidad y la honradez de un hombre que pone en peligro su vida para sacar adelante a su familia. Y el malvado Ben Wade (Russell Crowe) será la pieza del juego que permitirá a Evans alcanzar su destino secreto. A su alrededor, otras piezas del tablero muestran la gloria o la miseria de los hombres en el juego de la vida. Y, aunque uno se reconoce enseguida en Evans, en su honradez y en su decencia, acaba también hechizado por un forajido que cita la Biblia y que imparte su particular justicia con un revolver en cuya empuñadura lleva grabado un Cristo crucificado. Al final, cuando ambos se cuentan su historia, la seducción es mutua. Y Evans y Wade se redimen abocados a una jugada final definitiva y extrema, donde el destino se revela como linde, como límite, y las piezas en conflicto van cayendo, bruscamente, sobre un tablero de tierra envilecida con sangre. ¿Qué hace al héroe? ¿Existe el héroe? ¿O existe el hombre común que toma una decisión cívicamente justa y se decide a arrostrar las consecuencias? Como escribió Borges: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Un universo cerrado sobre sí mismo muestra la cara del héroe, al final del western, mientras el tren de las 3.10 inicia lentamente su camino, su rumbo incierto, y un alazán oscuro acude a la señal de la aventura, vuelve al misterio, cruzando al galope la pantalla, el horizonte, huyendo de las luces y las sombras, dejando tras de sí signos de muerte.
domingo, 5 de octubre de 2008
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1 comentario:
Extraordinariamente llevado. Me quedo con lo que dice Borges y con el asunto de que en el western se dispara mucho, se muere mucho y todo es un suspiro. Sorprendida por la afición de Wittgenstein. Uno puede aprender en cualquier lado siempre que cuente con esa vocación.
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