Hay escritores que expresan conceptos comunes a todos con una facilidad asombrosa. “También el poeta –escribió Wittgenstein- debe preguntarse una y otra vez: ¿es lo que escribo realmente cierto? Lo que no debe significar: ¿sucede así en realidad?” Si tú me cuentas la historia de tu cicatriz, yo te contaré la mía. Si tú me cuentas la historia de tu fracaso, yo te contaré la historia mi vacío. Si tú me cuentas cómo abandonaste Egipto, con tus libros y tu pistola, yo te contaré cómo entré en Jerusalén escoltado por la policía. El estrés cotiza al alza en la Bolsa. Los aparatos electrónicos dejan de ser privados al entrar en los Estados Unidos. Miles de hormigas voladoras vuelan sobre las cabezas de los androides asistentes a la Campus Party. Pero los participantes en los Juegos Olímpicos de la Comunidad de los Solitarios no parecen darse por aludidos. Para ellos, la vida no es más que un cuento absurdo de ese género que algunos han calificado como literatura fantástica. En 1972, Juan Rodolfo Wilcock (“un enigma –escribió Héctor Bianciotti- que la literatura argentina podría jactarse de poseer si la literatura italiana no fuese infinitamente más pródiga en enigmas y jactancias”), escribió el prefacio de su obra Lo steroscopio dei solitari: “Lugar común-verdad: que el hombre en cualquier situación se encuentra solo. Ve a Wittgenstein, cucaracha dentro de una caja: no hay necesidad, si nadie la ve que dentro esté una cucaracha. Vale también para Dios. La soledad empuja a hacer, porque si no, se puede arriesgar la inexistencia. Vale también para Dios. El hombre necesita soledad, pero también comunicación; empero, la comunicación turba la soledad; hacerle convivir sin lucha es la premisa de la felicidad”. Cuentan que su “invención” más acabada fue describir la puesta en escena de las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein. Al parecer, durante algunas semanas, Wilcock sustituyó al crítico teatral del diario Il Mondo. Como asistir a las representaciones lo aburría considerablemente inventaba espectáculos inexistentes haciendo creer a los lectores que las obras se habían estrenado en Oxford, Tánger u otros lugares. El estreno de la versión teatral de las Investigaciones Filosóficas tuvo lugar en Oxford, a mediados de los setenta, bajo la dirección del catalán Llorenç Riber, y después de que éste superara la ardua selección del fondo musical de la obra que, contra todo pronóstico, no recayó en Webern sino en Beethoven, quien suena durante toda la representación, a excepción del momento del prólogo (el fragmento de San Agustín acerca de las palabras y de los objetos que ellas designan), reservado por Riber para un aria de La Creación de Haydn. Juan Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires el 17 de abril de 1919. En 1955 abandonó Argentina y se instaló en Italia. También abandonó el castellano y comenzó a escribir en italiano. Encontrar un libro suyo en una librería de Madrid es un asunto imposible; preguntar por él o citar su nombre provoca inevitablemente gestos de perplejidad o de asombro. Poco antes de cumplir cincuenta y nueve años, el 16 de marzo de 1978, fue hallado muerto en su casa de Lubriano. Un infarto lo había sorprendido mientras leía, recostado en un diván, L’infarto cardiaco, del doctor Alberto Saponaro. También el poeta debe preguntarse, una y otra vez, si lo que escribe es cierto, aunque esto no signifique que tenga nada que ver con la realidad. La realidad es el lugar donde la gente corriente habla de cicatrices, de fracasos, del estrés, de la Bolsa, de aparatos electrónicos y de hormigas voladoras; aunque para el poeta todas estas cosas resultan bastante extrañas. Juan Rodolfo Wilcock sabía que la realidad es el lugar del vacío, de la soledad y de lo extraño. Amaba a Wittgenstein, la poesía y la lectura del Scientific American. Estas tres cosas le procuraban una felicidad suficiente.
lunes, 4 de agosto de 2008
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6 comentarios:
Probablemente Wilcock escribiera todo eso, mientras, por la noche, al desvestirse, advirtiera su cicatriz y evocara lo que con ella quedó (otras verdades). Probablemente, también, Wilcock escribiera ésto y más, después de tomar el desayuno en algún café, que se lo servía una persona con una cicatriz en la mano producto de un corte con la cuchilla de la cocina; y entablara algún diálogo liviano que le ayudara de posterior argumento. Probablemente, antes o después de cualquier pensamiento filosófico, tu escritor tuviera una vida de realidades que le permitían abstraerse hasta pensar en la poesía como salvación del vacío; pero, indefectiblemente, a la hora de la cena, probablemente a Wilcock le gustaba la buena comida que como la buena música dejan sus cicatrices. un fuerte abrazo.
Querido Enrique, quiero hacerte una recomendación: Cuando te sea posible, lee Yo, otro, del gran Imre Kertész.
Un abrazo para ti.
Se me pasó decirte: Yo, otro está publicado en Acantilado.
Me apunto lo de la buena comida y la buena música, pini. Esas deberían ser, ahora, mis cicatrices. Seguiré tu consejo.
Magda: gracias también por tu consejo. Soy un poco especial con las lecturas. No conozco a Kertész, pero me informaré ahora en la red sobre el libro que me recomiendas. No llegué a leer el librito de García Ponce que compré con tanta ilusión ¿te acuerdas? Tengo la sensación de que te debo esa lectura. Intentaré hacer un hueco. A ver si te escribo y te cuento en qué "lios" literario-filosóficos me encuentro ahora. De esta manera entederás el poco tiempo que me queda para otras lecturas. De todas formas, gracias, como siempre, por tu presencia. Un abrazo.
Querido Enrique, para mi, Kertész es el mejor escritor vivo en la actualidad. Pero eso es aparte. Te recomiendo este libro porque habla mucho de Wittgenstein, ya verás si lo lees (es muy breve) qué te parece.
Ya habrá tiempo de que lees al libro de García Ponce.
Un abrazo
Bueno, Magda, esta tarde me acercaré a buscar el libro de Kertész. Estando Wittgenstein de por medio seguro que me resulta más sencillo encontrarle un hueco. Yo no he leído nada de Kertész. Ya te contaré la experiencia. Un abrazo.
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